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El diario del Oasis Norte de Mendoza

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25 de febrero de 2021

Historias de la Colonia Francesa: La suerte de Pascual Aguirre

  •   Por Juan Martin
           

“…Puede haber sucedido, puede /no haber sucedido; pero podría / haber sucedido. Es posible que / los doctos y los eruditos de / antaño lo creyeran; es posible / que sólo a los indoctos y a los
sencillos les gustara y la creyeran.”

Mark Twain (Prefacio a “El Príncipe Y el mendigo”)

 

CAPÍTULO I

Era una tarde triste y amarilla, como son las tardes de otoño. El viento joven y fresco derribaba hojas anchas y crujientes de los gigantescos carolinos; y pequeñas de los álamos blancos. Las sendas comenzaban a tapizarse de oro, y en las viñas, los esplendores recientes se iban apagando con el avance de la estación.

Lucían desiertos los callejones de las fincas. Todo había terminado. La cosecha había pasado, dejando detrás el recuerdo de jornadas festivas, y alegría; y efímera abundancia para los trabajadores de la tierra.

Un hombre y un niño.

Rosa Feliciano Aguirre, y su hijo Jacinto, “el pichón”, como lo había llamado su padre al nacer; y como sería conocido toda su vida en la Colonia Francesa, pasaban de a caballo frente a la vieja escuelita de la finca “El Quince”. El padre en un zaino patas blancas, y el niño en un petiso alazán.

El hombre, al pasar frente al lugar, por un momento escudriñó con la vista la montonera de guardapolvos blancos que correteaban en el patio. Luego, hombre y niño siguieron su marcha.

Se alejaban los dos jinetes por el camino, cuando de la escuela un pequeño salió corriendo detrás. Una suave brisa meció las ramas y desprendió de los árboles un ejército de hojas que cayeron sobre la cabeza y los hombros de los paseantes.
-¡Jacinto…Jacinto!- El niño con guardapolvo corría detrás de Rosa y su hijo.

El hombre detuvo su caballo, se apeó del mismo, su hijo lo imitó; y fueron alcanzados por el pequeño que había salido corriendo de la escuela. Al llegar el niño y reunirse los tres, el hombre lo abrazó. Hablaron un momento, y el que los hubiese observado a lo lejos, habría asegurado que al alejarse ambos niños, corriendo, hacia la escuela, el hombre sacaba un pañuelo y se lo llevaba a los ojos.

Pascual Aguirre penetró corriendo con su pequeño hermano Jacinto a la humilde habitación de adobes que hacía de despacho de la Directora.
-¡Señorita Teresita, señorita Teresita! ¡El Jacinto es mi hermano señorita!

Los niños jamás olvidarían la expresión de bondad de la joven maestra al contestar.
-Bueno, hijito, si este es tu hermanito, le vamos a obsequiar algo para que se lleve a su casa.

Al volver adonde se hallaba su padre esperando, Jacinto Aguirre llevaba en sus manos un pequeño cuaderno y un lápiz nuevos.

Fue la primera vez en su vida que pudo garabatear algo en un papel.

La esposa de Rosa Feliciano Aguirre había abandonado este mundo un par de años atrás. Una madrugada fría simplemente no despertó.

Unos días antes se había quejado de dolores en el pecho.

El hombre quedó solo en el puesto con dos hijos pequeños de tres y ocho años. Al mayor, Jacinto, lo podía criar, ya era capaz de quedarse solo en el rancho…pero Pascual… ¡tan chiquito!
A los pocos días, había ido a ver a la comadre Lucía y al compadre Antonio, que eran contratistas en la Colonia Francesa, en la calle Vives y, escondiendo las lágrimas, había dejado al menor al cuidado de ellos.

Creció Pascual en su nueva casa.

De tiempo en tiempo, cuando las labores en el puesto lo permitían, el padre y el hermano pasaban y lo veían. Los padrinos del niño lo tomaron como el hijo que la vida les había negado.
Se diría que a los ojos infantiles, Pascual había ganado en el cambio.

Regalonerías, tortas fritas con arrope, bolitas de vidrio, azules, brillantes, para jugar en la escuela, ¡y hasta una bicicletita vieja, pero recién pintada, cuando había cumplido siete años!

En ocasiones, vagamente la recordaba.

Al crecer, los recuerdos fueron cada vez más fugaces. Como si la imagen materna se fuera apagando en su memoria, como se apaga una vela. Sin embargo, a veces, por las noches soñaba con ella.

“Ángel de la guarda
dulce compañía,
no me desampares
ni de noche ni de día…”

Por algún motivo ignorado, la oración, aprendida de boca de ella, la madre, era lo que le había quedado al niño, de la finada Rosaura Aguirre.
Creía recordar que la recitaban juntos, antes de dormir, en las noches, mientras miraban por la ventanita del rancho el desierto marrón y la luna amarilla.

Distinta era la vida de Jacinto, el mayor. Caballos, el puesto, las cabras, los médanos y arenales.

En su sabiduría de niño, adivinaba el amor paterno detrás de la gravedad de Rosa Feliciano. Y un rancho áspero, de hombres huérfanos de esposa y madre. Un rancho triste, en que la ignorancia y eterna tristeza del hombre no permitieron otras expansiones.

Jacinto ya contaba doce años, y ni siquiera sabía leer…

A Pascual, creciendo en la finca, se le antojaban cada vez más extraños ese gaucho y ese niño que a veces pasaban de visita por la casa del padrino.
“Vaya y salude a su padre m’ijo” solía decirle Antonio cada vez que venían; y Jacinto, el hermano ya mayorcito, siempre oliendo a cabra; con bombachas y unas alpargatitas toscas, de carpa, que le fabricaba el padre a mano.

El hombre, a veces, le entregaba una rodaja amarilla, de patay.
-Sírvase m’ijo, pa’ que golosee un poco.

Y Pascual las saboreaba de a poco, con placer…

CAPÍTULO II

De a poco las visitas se fueron espaciando, el niño fue olvidando, quizá de manera involuntaria a su padre y hermano. Al terminar la escuela primaria, ya casi no los recordaba. Algunas veces habían ido, y él no se encontraba en casa.

El doctor Guzmán, dueño de la finca donde Antonio trabajaba siempre lo observaba. Lo preocupaba su esposa, presa de interminable tristeza por no haber podido tener hijos; con quejas cuya frecuencia era cada vez mayor, y que hacían peligrar la misma estabilidad del matrimonio, lamentaba la ausencia de un niño en la casona del Barrio Bombal, en la ciudad, en Mendoza.

Un día, estando el dueño de la finca conversando con el padrino, escuchó que aquel decía:
-Si usted me permite Antonio, yo podría hacerme cargo de Pascual, el niño es bastante despierto y sería una pena que no haga la secundaria. Déjeme que hable con Mengoni en Costa de Araujo, y llamamos al padre para que firme lo necesario.
Antonio había mirado fijamente al hombre por unos momentos, y rascándose la nuca, con un poco de tristeza, había concluido.
-Si es lo mejor pa’l niño dotor…

En ausencia de Pascual, Rosa Feliciano había concurrido al Juzgado de Paz, y había cedido la tenencia legal del niño al doctor Alberto Guzmán.

De tal manera, Pascual dejó la Colonia Francesa y se trasladó a una casa en el Barrio Bombal de la ciudad de Mendoza.

Allí todo fue nuevo.

Nueva ropa, nuevas costumbres, nueva casa; teléfono, televisor. El doctor y su esposa instruyeron al pequeño en todos los pormenores por él desconocidos.

No hay ser humano alguno en este mundo más adaptable que un niño, por la sencilla razón de que olvidan rápido.

Al poco tiempo, Pascual jugaba con sus nuevos vecinos, y concurría a un colegio religioso en la calle Colón.

No sentía deseos de regresar.

Nuevamente, comenzó, de a poco, a olvidar a sus padrinos Rosaura y Antonio.

El doctor y su esposa le tomaron afecto, pues el niño era respetuoso y entusiasta, con una natural inclinación a los estudios, y una capacidad asombrosa para el aprendizaje.

Pasó el tiempo.

¿Quién era el hombre que hacía mucho cabalgaba frente a la escuelita del campo? ¿Quién era el muchachito que usaba unas alpargatas extrañas? ¿Dónde quedaba el viejo rancho de quinchas entre unos médanos donde nació? ¿Quién era esa mujer que hacía mucho, mucho tiempo le había enseñado a rezar por las noches?

A veces, cuando se quedaba solo, estas cuestiones le venían a la mente, pero, espíritu práctico, las preguntas, como fantasmas, aparecían y pronto desaparecían dejándolo en paz.

CAPÍTULO III

Pasaron treinta, cuarenta años, el niño, el hombre, olvidaron para siempre su primera infancia.

La comodidad es una escuela donde se aprende rápido.

Pascual Aguirre casó con una jovencita que había sido compañera de la Facultad; se convirtió en Escribano y ejerció su profesión en la ciudad de Mendoza. Honró a sus benefactores con el cariño y la gratitud de un hijo agradecido.

El doctor Guzmán y la señora, un día murieron. De la finca se habían deshecho al poco tiempo de llevar a Pascual con ellos.

Él jamás volvió a la Colonia Francesa.

Muy en su interior, sentía algo de vergüenza por su pasado. Siempre evitaba el tema. A sus propios hijos sólo les había dicho: “Yo soy hijo adoptivo”, evitando darles más explicaciones.

Un día, estando en casa de unos amigos, luego de almorzar, la empleada servía el café. Cuando se retiró, alguien comentó.
-Hoy es difícil encontrar buenas chicas para las tareas domésticas, a ésta la trajimos de Lavalle. Los padres trabajaban la tierra, la verdad es que es una tarea muy sacrificada, ¡y los pobres ganan tan poco!… Así es que al poco tiempo se han venido a vivir a uno de los barrios de arriba, cerca del Hospital “El Carmen”. El papá de Deolinda es voluntarioso y muy confiable. Nos hace tareas de jardín.

Pascual tomando la taza de café en sus manos, se arrimó a la ventana.

Allí lo vio.

En el patio de césped un hombre canoso, curtido por la intemperie, duro, con ropas gastadas, podaba unos rosales.

El Escribano Pascual Aguirre se sintió extraño al reconocer a su hermano olvidado. Como si despertara de un largo sueño. Los recuerdos, desbocados, comenzaron a llegar en tropel.
“Ángel de la guarda…dulce compañía…” Una mujer con largas trenzas negras que lo acunaba en brazos, y la luna gigante que lo miraba por la pequeña ventana del rancho…
“¡El Jacinto es mi hermano señorita!”… Las extrañas alpargatitas de carpa…Una rodaja de patay, y el padre, lejano, difuso, diciéndole con ternura en los ojos: “Sírvase m’ijo pa’ que golosee un poco”…

Salió al patio, y con dos lágrimas rodándole por las mejillas, se acercó al jardinero.

Tenían mucho de qué hablar…

 


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