Despertador Online

El diario del Oasis Norte de Mendoza

Alegorías

31 de marzo de 2023

Esos ojos azules (Un relato en tiempos de dictadura)

  •   Por El Despertador
           

Por Frankie

Diciembre de 1981, en dos días se festeja navidad, Darío es quién hace los mandados a sus padres, sobre todo en esta época, donde los días sin escuela se hacen eternos para el niño, hoy, lunes veintitrés ya pasada la siesta, debe ir por pedido de su madre a buscar algunas necesidades de última hora que son parte del festejo de la noche buena, para sacarlo de su entretenimiento, que es la construcción de un puente hecho de barro y ramas donde con mucha concentración cruza su vieja camioneta, la que sólo tiene ruedas atrás improvisadas con maderas prolijamente cortadas y adelante una especie de clavos que surcan la tierra, pero que ocupan toda su atención, su madre le ofrece gastar el vuelto en estrellitas, estrellitas son esos juegos donde la luz y el fuego emocionan tanto a los pibes, haciendo que olviden las reiteradas recomendaciones de los adultos y terminen muchas veces dejando alguna ampolla de quemadura que ocasiona el no deshacerse a tiempo de ellas.

Darío tiene nueve años, vive con su mamá, su papá y dos hermanos mayores. Es usual que, en zonas rurales, los pequeños de esas edades hagan las compras o algún mandado rápido, aunque esto implique transitar varios kilómetros. Para el moreno es toda una aventura recorrer esos trayectos en su bicicleta, a la que él mismo adorna con accesorios caseros como cintas de colores en los puños, tapas de botellas de salsa, que amarradas a los rayos de las llantas simulan un cascabel, combinado con el sonido de un plástico en la horquilla dispuesto de tal manera que, con el pedaleo, a la distancia anuncia su llegada.

Las compras se hacen en un almacén de ramos generales, a unos cinco kilómetros en un pueblito con unas cincuenta casas llamado la Cueva del Chancho, Dios sabrá que fue del destino del ingenioso ser que bautizó así al pintoresco caserío, que por estos días lo atraviesa una ruta de asfalto con muy poco tránsito automovilístico, sí algunos tractores que tiran acoplados o implementos agrícolas, trabajadores que se desplazan en bicicletas o caballos, y unas cuantas carretelas que son el medio de transporte que algunas familias tienen para llegar al lugar, junto a los pocos vehículos de la zona, todos conocidos por todos, además del colectivo que dos veces al día sale hacia la capital y dos veces vuelve y termina justo ahí su recorrido.

Ahí, en el costado de la ruta rodeado de una frondosa arboleda está el almacén de Don Quico, un negocio muy completo donde se encuentra todo lo que gente de campo trabajadora y festejante puede necesitar durante el año y en las vísperas festivas.

Don Quico es un señor mayor muy agradable, sobre todo con los niños, con Darío lo es, tiene los ojos muy azules, poco pelo y de color blanco y una nariz grande y algo arrugada, siempre cuenta historias y cuentos que algunas veces se nota, ¡los inventa en el momento para entretener a la clientela!, también los clientes y sobre todo los niños le cuentan historias, él tiene el don de saber escuchar y cuando a un niño un adulto lo escucha, el niño se siente importante. ¡Qué azules y brillosos son los ojos del almacenero Don Quico!

Darío llega en la calurosa tarde de diciembre víspera de navidad al almacén en su bicicleta, la apoya en la pared diagonal de la entrada, son las seis de la tarde, el calor quema la piel de cualquiera, el niño viste cortos con remerita de algodón y una gorra que debe haber sido azul, ahora sólo un leve gris se denota, a los nueve los chicos de las zonas rurales rara vez se quejan de calor, la piel se curte y se oscurece, la transpiración se seca con la ropa o se evapora con el aire del viaje. Le ha dado su madre un bolso de arpillera rojo con el dinero y la lista de las compras que debe hacer, cada semana Darío pasa por este ritual, si es corta la lista la lee él, si la cree extensa se la pasa a Don Quico para que cargue el bolso con el mandado y finalmente se cobre, así él se distrae mirando algunos juguetes que están en el almacén desde siempre, para darle tiempo al viejo a que haga su trabajo. Esta vez sabe poco de lo que hay escrito en el papel, sólo lee harina, no se interesa por el resto de las anotaciones, planea en el viaje delegar el trabajo al almacenero, aclarando que con el vuelto debe darle estrellitas para la noche buena. Y así tal cual lo hace, está agotado por el calor y se dispone a esperar mientras mira los mismos juguetes de siempre.

En el almacén está comprando Doña Paula, una señora que Darío conoce, pero a quien no estima porque él se siente mal mirado por ella, en realidad una vez lo regañó por cruzar la calle sin ningún cuidado y él lo tomó personal. Don Quico atiende a la mujer, le envuelve unos huevos con una hoja de diario y en una bolsa de papel pone dos panes flautas y un bicarbonato, ella paga y al retirarse se para frente al niño, le pasa su mano por la cabeza a la vez que hace una mueca y mira al almacenero, el niño no supo qué interpretación dar a la escena y sólo encogió los hombros en señal de ¡no me importa! Apenas Doña Paula cruza la puerta de salida, Darío le pide agua a Don Quico, éste le alcanza una botella que saca de una heladera grande de madera, donde además de la carne, el hombre mantiene fresco este bien tan preciado para compartir con sus clientes, muchos de ellos recorren grandes distancias para proveerse del almacén, en verano y con las temperaturas de la zona siempre llegan sedientos, bebió unos cuantos tragos y se apresuró en recordarle a Don Quico. – ¡El vuelto es para estrellitas!

Es lo único claro que tiene del mandado, el viejo revisa la lista y apunta en un papel con una lapicera que esta sujetada de un cordón, entonces el niño le dice que tiene un versito nuevo, que ha aprendido al escuchar a uno de sus hermanos mayores. – Dale, te escucho.

Responde Don Quico sin levantar la vista mientras iba completando el pedido de la lista. – ¡Con Perón comíamos jamón, con Videla mortadela y con Viola ni la piola!

Mira al viejo esperando sus alabanzas, o risas, o que le responda con otro verso como suele hacerlo. ¡Esos ojos!, la mirada, esa expresión quedó grabada en la mente del niño por décadas. Don Quico no festeja, Darío no saca la vista de los ojos del viejo y éste como si el mundo se hubiera detenido, parece no querer siquiera respirar para no intervenir en el mismísimo instante posterior al verso recitado por el niño, y entonces habla, pero no mira al niño, su mirada está fijada por encima de la cabeza de Darío, trata de hablar y sólo emite un balbuceo carrasposo apenas audible.

– Es un niño, lo debe haber oído por ahí, ni sabe qué quiso decir.

En ese instante se escucha el doble crujido con el que soñará muchos años el chico, el sonido de un arma cuando se carga o se descarga, ahí Darío siente algo frío y duro que se apoya en ambos lados de su cabeza, se voltea hacia un costado y ve a un gigante vestido de verde, gira la cabeza hacia el otro lado y la imagen fue muy similar, dos hombres altos de bigotes prominentes, ambos lo apuntan con armas a la cabeza. El niño se estremece y empieza con un sordo lloriqueo seguido de mearse encima, no sabe qué pasa, tiene miedo, mira los ojos del almacenero y estos brillan tanto, expresan el terror que él sin entender, también siente, un pequeño criado entre chacras y viñas, que sus conocimientos de armas están basados en ramas o palos de escoba, y ahí tiene afirmada en su cabeza lo que deben ser armas de verdad, armas que son para la guerra, armas para matar, sí para matar, apenas respira, con las zapatillas mojadas sobre el charco ingrato que lo ha traicionado, una mezcla de vergüenza y terror hacia esos dos hombres desconocidos que muestran tanto poder juntos, permanece inaudito. Retiran sus armas y se despachan con una carcajada burlona hacia el niño meado de miedo y hacia el viejo Quico temeroso por lo que puede suceder.

– Tranquilo viejo, pero tenga cuidado a quien deja entrar al boliche, estos pequeños subversivos hay que exterminarlos de chiquitos. Estas palabras vuelven a estremecer al almacenero.

– Pero bueno, ¿hoy estamos de buenas no es así cabo Rodríguez?

– ¡Sí, mi sargento!

Contestó el otro hombre.

Toman la botella de agua fría del mostrador, la misma que minutos antes había apagado la sed de Darío, una bolsa con unas tortas de la panadera y estiran la mano señalando unos salames que cuelgan en la ganchera de la carne, Don Quico rápidamente adivina y se los alcanza, más una botella de vino tinto de las que ordenadamente permanecen en la estantería que está adyacente a la puerta y salen del lugar. El viejo con recelo los sigue con su mojada mirada hasta que suben a una pequeña camioneta verde que está a un costado de la calle, sobre el puente principal de ingreso al almacén y los ve alejarse.
Darío permanece quieto, primero el terror causado por entender que dos armas de verdad lo han apuntado y luego la vergüenza de mearse encima justo en el medio del almacén del pueblo. Un sollozo acompaña al fuerte tiritón que se apodera del chico desencadenando en una especie de ataque neurótico, seguido al fin por el llanto desconsolado y sanador que lo hace a Don Quico acercarse y abrazarlo con las fuerzas más intensas que podía dar su corazón.

-Tranquilo niño, ya todo pasó, ya todo pasó, se fueron, se fueron, tranquilo mi niño.

Doña Paula que había notado la llegada de ese vehículo militar con los hombres armados permaneció atenta y al verlos irse se acercó al almacén encontrando la triste escena del viejo de rodillas acariciando la cabeza al niño, mojado en lágrimas y orina.

-¿Dios me libre qué pasó? ¿Qué les hicieron? ¿Cómo están?

Don Quico la miró con esos ojos azules que le hablaron sin necesidad de palabras, Doña Paula entendió y se limitó a dejarlos permanecer en el piso como si esa situación fuera la primera medicina para la cura de una herida que llevaría años cerrar.

Algunas noches en los próximos años, en un pueblo pequeño habitado con gente de campo de esa que se levanta con el sol, un niño tiene pesadillas que lo despiertan a medianoche con un sollozo y muchas veces con la cama mojada, donde una madre y un padre deben asistirlo sin más que un abrazo protector y la explicación de que ningún tiempo pasado fue mejor.


  • Comentarios

    Relacionadas