El Despertador abre su espacio cultural para compartir un cuento de una escritora mendocina en relación al Día por la Memoria, la Verdad y la Justicia
Cuento escrito por Laura Arco, pseudónimo de la Licenciada Laura Isgró, publicado en su antología aún disponible «Vínculos».
«COTIZACIONES»
Llevaba varias horas sentado en su sillón, con el rostro adusto marcado por arrugas de
años y de preocupaciones que lo avejentaban aún más. La mirada se perdía detrás del
amplio ventanal, atravesaba el parque y se aferraba a las primeras estribaciones del
horizonte como si esperara ver aparecer algo, o alguien, por el sendero del sur.
El anillo que sujetaba su pañuelo al cuello tenía impresas las iniciales de sus dos
Sin apartar la mirada de su punto, se palpó el pecho, pues dudaba seguir vivo. No
sintió ni un leve temblor, pero un repentino ardor le dio la certeza de que aún estaba
vivo. Suspiró aliviado. Le atormentaba pensar que su soledad se prolongaría por toda
la eternidad.
Recordó cuando años atrás, para este día, la casona se llenaba de visitas, música, risas,
juegos y desde el quincho el olor a asado se extendía por la hacienda.
Después del divorcio, los asados continuaron, pero con otras caras. Con su mujer se
fueron amigos, parientes y, especialmente, sus hijos. Vinieron otros que no fueron
amigos, ésos que entendían y compartían sus debilidades y obligaciones, ésos que
tampoco habían conservado su familia.
Durante los primeros años de democracia siguió disfrutando de los beneficios que le
dejó el Proceso: campos ensanchados, hijos, relaciones, posición… en fin, poder.
Él había visto cumplirse la promesa de que “al que tiene se le dará y tendrá aún más”.
Si bien el mecanismo para que así fuera no había tenido intervención divina, el
resultado había sido el mismo y lo había disfrutado como una real bendición.
En seis años había duplicado la fortuna que habían hecho su abuelo y su padre en toda
su vida. No tenía dudas de que él había sido más talentoso y más astuto para
vincularse con el Poder.
En cambio, su esposa, ella nunca dejó de ser la hija del ferretero. Aunque su padre
alcanzó cierto prestigio y buen nombre, y hasta una banca en el Concejo Deliberante,
pues todos lo conocían como un comerciante honesto, no logró hacer fortuna, y ella
siguió apegada a las tradiciones rurales. Pero al tiempo de casada, el enamoramiento
se desvaneció y entonces conoció al hombre que tenía por esposo. Con ojo crítico
empezó a notar cómo el alambrado era trasladado y que muchas familias vendían sus
tierras porque, según se decía, se iban al extranjero.
No le pasaron por alto las conductas misteriosas de su esposo ni los cambios en su
carácter y forma de pensar: empezó a hablar de política con gente foránea. Empezó a
viajar a la Capital una vez por semana y siempre volvía con alguna novedad, hasta que
fue imprescindible que comprara un departamento y se ausentara por más tiempo.
Un día regresó con tres niños pequeños, tres huerfanitos porque, según él, su mamá
antes de morir le había rogado que no los desamparara, y movido a compasión, él le
había hecho la promesa en su lecho de muerte de ocuparse de ellos.
A ella no le fue difícil encariñarse con los niños y hasta pensó que eran la respuesta a
sus oraciones porque con ningún tratamiento médico habían vencido la esterilidad.
Por treinta años los amó como propios y ellos siempre admiraron su transparencia y
sencillez para decir cualquier verdad, hasta las más difíciles de confesar.
Un día como éste hubiera sido impensable el silencio y la ausencia, por eso no quitaba
la vista, aunque escasa, del camino de entrada al casco de la estancia. Tenía la ingenua
esperanza de que alguno de sus hijos apareciera. (Tal vez Marcia, o María Clara, como
ahora se había vuelto a llamar, con los mellicitos que no había podido conocer.)
Era muy duro para un hombre como él estar sitiado por el pasado y la Justicia. La gente
no entiende que a veces es preciso aprovechar las oportunidades sin hacer preguntas.
La gente vulgar, incluso su esposa, no entiende la encrucijada que la vida suele poner
delante de los hombres de bien, para que asuman una responsabilidad y para que
garanticen la supervivencia de ciertos valores.
Su esposa no lo había entendido; lo había traicionado. Eso era traición; lo que ella
había hecho: delatarlo, acusarlo de… aprovechar las oportunidades. Ella le llamaba
traición a sus canitas al aire, pero él era un hombre de negocios, no un pollerudo atado
a una mujer. Ella no entendía que él era un hombre y los hombres hacen lo que tienen
que hacer, si no, son unos maricones. ¿Acaso ella no había sido la señora de la casa?
¿Acaso le había faltado algo? Siempre la había respetado y la había hecho respetar. La
peonada se dirigía a ella como a la Virgen de Luján. Nunca le levantó la mano, aunque
varias veces se lo había merecido. Ése era el problema: él no había puesto las cosas en
su lugar desde un principio. Si hubiera quedado bien en claro quién mandaba, ella no
hubiera osado cuestionarle nada. ¿Qué había tenido amiguitas? ¡Y claro! ¿O qué
esperaba que hiciera solo en la capital? ¿Consolarse como un adolescente con una
revistita? ¡Pero quién se había creído que era! Después de todo, con su plata él hacía
lo que quería y tenía lo que se le antojara.
Las mujeres no saben lo que es ser hombre, y menos, hombres con plata. No, no. Por
algo son mujeres. Un hombre hace lo que tiene que hacer, porque nació con lo que
nació entre las piernas. ¡Qué van a entender las mujeres! Ella nunca valoró cuánto la
quiso y todo lo que él hizo por tenerla contenta: hasta le había traído tres hijos. Y todo,
gracias a eso amigos que ella tanto despreciaba.
Lo había llamado materialista y con desprecio le había tirado por la cara la gargantilla
de brillantes. Pero lo que no le perdonaba era que con sorna lo hubiera parodiado
diciéndole: “Por la plata baila el mono”, y que con ojos insurrectos, agregara sacando
pecho: “Pero yo, soy una persona; a mí no me comprás, y manos con plata mal
¡Pero quién se había creído, la muy ingrata! Por él había conocido Europa de punta a
punta; por él, y no por el ferretero. ¡Qué le iba a dar ése! Sólo palabritas y versitos de
ésos que solía recitar en el Concejo.
¿Que él era un codicioso? ¿Y ella, qué? ¿Acaso no se llevó todo lo que quiso
amenazándolo que si no le firmaba el divorcio de común acuerdo ella hablaba?
Era una traidora. Sí, ella y toda su familia, especialmente su hermana, la abogada;
porque ella fue quien le llenó la cabeza y la aconsejó para que tomara recaudos. ¡No
saben con quién se han metido! Por muchísimo menos otros no contaron el cuento.
No había dudas de que ella había sido el amor de su vida, desde la primaria, cuando
era una flaquita desabrida. Por respeto a todos esos años no permitió que sus socios la
tocaran. Ella no lo había valorado. ¡Qué distintas las chicas del álbum! Ellas, siempre
agradecidas por su generosidad. Una, hasta se dejó operar sólo porque a él le gustaban
más pechugonas y con labios más carnosos. Y otras, qué caprichos no les habían
consentido a él y a sus amigos.
Una sorpresiva opresión en sus pulmones lo trajo otra vez a su sillón, su ventanal y su
horizonte vacío. Miró el teléfono, tal inútil como él, en su lugar de siempre. Sólo una
vez al día sonaba y todavía faltaba una hora para la llamada de control.
Pensó qué habría sido su vida sin la plata y el poder. Tal vez había sido con menos
polleras. ¿Y cómo habría sido sin polleras ni plata ni poder?
Un silencio largo le dejó construir una realidad distinta en su mente. Y volvió a
visualizar a su esposa flacuchenta y enamorada, organizando su cumpleaños,
atendiendo a sus antiguos amigos y a sus familiares, cantándole una coplita campestre
a su oído, besándolo y jurándole que aunque él no pudiera darle hijos, ella lo amaría
toda la vida.