Es una ley atroz, replicada tantas veces en la historia del mundo, que todo aquel que se atreva a desacreditar o a quebrar la imagen de un ídolo, estará condenado a padecer del vituperio, de la ira, de la injuria o, en algunos casos, de vejaciones o de la hoguera. Porque, por más que intenten negarlo, la idolatría siempre está acompañada de violencia. Y yo, luego de dar mi opinión sobre la imagen y sobre la supuesta obra del, llamémosle así, escritor Sebastián Uribe, no estoy exento de los primeros de esos padecimientos. No es porque en mí haya habido algún interés mediático. Por el contrario, tengo que confesar que, desde hace más de una década, en un acto de sutil vanidad, instigado por el ajetreo constante de la ciudad, la incesante competencia malsana que se da en los círculos de artistas y por el pérfido acoso de los medios, me he recluido en la casa rural que heredé de mis padres, entregado a un desesperante anhelo de paz mental y a la redacción infructuosa de una comedia paródica inspirada en «The Murders in the Rue Morgue» de Poe. Es decir, he aspirado a ser una sombra. Ser, como Ulises, nadie. (Aunque, desde luego, muchos objetarán, aseverando que ya lo soy, argumentando que, si uno repara en la pavorosa extensión del universo y de la eternidad, nuestras vidas son una nimiedad, que somos, en definitiva, un predestinado olvido.) Por ello, me resulta irrisorio e injustificado que hoy me acusen de ser «un escribidor frustrado, soberbio, pseudo intelectual, que ataca la gloria de otros para llamar la atención».
Es paradójico que, en este siglo, en donde se aboga tanto por la libertad de expresión y el respeto a la diversidad de ideas, se me ataque con tanto ensañamiento. Al instante de hacerse públicas mis declaraciones, el debate que se generó en las redes, (algunos defendiendo y enriqueciendo mi dictamen, otros condenándome) fue mordaz. He recibido amenazas, he sufrido burlas, calumnias, me han llamado pedante, snob y uno de sus fanáticos intentó humillarme citando a Sábato de «Uno y el universo»: «Nadie puede ver en una novela, en un cuadro, en un sistema de filosofía, más inteligencia, más matices de espíritu que los que él mismo tiene», cita que considero un fuerte argumento contra ellos mismos. Incluso, un grupo de encapuchados se filmaron una noche robando mis libros de la biblioteca popular Tomás Godoy Cruz para terminar quemándolos en la calle. El video se viralizó y, desde entonces, no han sido pocos los que han reanudado sus pedidos de que dé una respuesta ante tanto escándalo; otros, han exigido que me retracte, que niegue lo que dije sobre Sebastián Uribe en la entrevista que me hizo mi queridísimo amigo Jonás Morales (el único por el que he trasgredido mi obstinada reclusión) en su programa de streaming, «Contame de vos», el lunes de esta semana. Quiero dejarle en claro, a esa caterva de discípulos de Uribe y a sus lectores nada perspicaces, que no me retractaré, porque lo considero un atentado contra la libertad y un insulto a la inteligencia humana. Es por eso que utilizo las páginas de este diario (agradezco a su director, Fabián Murena, por permitírmelo) para ampliar y argumentar las palabras que pronuncié en vivo, en donde declaré que «la fama de Sebastián Uribe, es una absurda superstición argentina, una exageración. En vida él fue un hombre inteligente, que abusó de su inteligencia y aprovechó su favorable posición, para convertirse en un gran fraude, y sus escritos, por más que sigan vendiendo, no tienen ningún valor literario». Sé que he sido duro. Sé que se me critica por el hecho de que ataque la memoria de alguien que ya no está para defenderse, pero creo que, con todo respeto, ha llegado la hora de que uno pueda decir sus opiniones, por más que vayan en contra de la mayoría. Y es necesario que parafrasee aquí a Dostoyevski que, en su famoso «Diario de un escritor», nos exhorta con lucidez a no ser como esas personas que no se atreven a expresar sus ideas por temor a ser calificadas como poco inteligentes, rezagadas, porque, al callarnos, tácitamente le damos consentimiento a aquello que no aceptamos y nos reímos en secreto. Por lo cual, yo no guardaré silencio, sino que argumentaré mi crítica con razones que considero más que juiciosas.
Sebastián Uribe, hijo de los dueños del monopolio editorial internacional «Uberi», publicó su primer libro a los 17 años. Un poemario de pocas páginas, titulado «Todo tiene un significado profundo». Compuesto por ocho poemas (?) numerados que propenden al caos y a la cacofonía. En un escueto prólogo, el joven autor, (al que ya se le notaban sus artimañas) declaró su estética de que, como reza en el deleznable título, cada cosa que compone el mundo puede ser una metáfora de la vida, y agrega un absurdo ejemplo: «la imagen de una galleta remojándose en el interior de una taza de té, puede ser entendida como la dura existencia humana siendo despedazada por el oscuro trajinar del tiempo». Luego de unas cuantas palabras más concluye: «El universo entero rebosa de arte. Cualquier objeto, garabato, acto, aroma, sonido, etcétera, entra en la categoría de lo bello, de lo sublime. Y nada es superior ni inferior. Ante una pura y verdadera sensibilidad, el cosmos es un idilio». Es decir, para Sebastián Uribe el chirrido de una puerta al cerrarse está al mismo nivel que la Novena Sinfonía de Beethoven. Para él no hay leyes que rijan el arte, no lo ve como el resultado de un arduo trabajo, como el fruto de una mente genial, diligente, sufrida, estudiosa, que dedica la mayor cantidad de tiempo posible al refinamiento de su obra. Para él todo es admisible. Algo que intentó demostrar en los farragosos e incoherentes poemas de su adolescencia. Transcribo a continuación uno de ellos:
VIII
Seráfico desdén deleitable
del innominable cárcamo
del Sino.
Zurumbático corsario
de emblemas nítidos,
radiantes, del Euforbo.
¡Oh talmúdico venero!
Del acróstico anatema.
¡Oh tiempo tus pirámides!
Del loable beneplácito del
edicto virreinal,
edénico, fulgurante,
incomploruto.
Advenimiento estelar.
Designio decimonónico,
efervescente, yuxtapuesto,
en el rudimental neologismo
proustiano del sabor primal.
Cuando se publicó «Todo tiene un significado profundo» innumerables críticos de dudosa procedencia y reputación alabaron la osadía de Uribe, diciendo que, en una sociedad tan acostumbrada a las viejas metáforas de comparar los ojos con estrellas, de cantarle a un amor perdido o imposible o de declamar la fatalidad de la muerte, su renovación en la poética era un bálsamo, una necesidad inevitable.
En las reseñas publicadas también se utilizaron palabras como «simbolismo», «surrealismo», «jitanjáforas», «vanguardismo». Le adjuntaron precursores como Oliverio Girondo, citando poemas como «Rebelión de vocablos» y el 21 del «Espantapájaros»; se mencionó el capítulo 68 de «Rayuela» escrito en Glíglico, el lenguaje que inventó Cortázar. Algún crítico distraído lo comparó con el «Finnegans Wake», lo que me parece un error, porque el gárrulo mamotreto de Joyce, más allá de que busca aparentar un caos, tiene una intencionalidad, un orden oculto; es un laberinto onírico urdido por una inteligencia, con una coherencia, no un desvarío de palabras aunadas por el azar.
Aun así, en la multitudinaria presentación, impulsada por una costosa estrategia de marketing, que se llevó a cabo en la «Feria del Libro» de Buenos Aires, un joven preguntó por el significado de los poemas y leyó unos fragmentos, esperando la iluminación por parte del autor. A lo que Uribe le dio una respuesta, que hoy es famosa: «El significado depende del lector. Los poemas significarán lo que él considere que signifiquen. Los significados son múltiples, infinitos». A decir verdad, Sebastián Uribe no se equivocó cuando afirmó eso, ya que, así como le encontramos formas de objetos, de personas o de animales a las manchas de humedad de una pared o a las veleidosas nubes del cielo, también se le pueden hallar distintos sentidos a cualquier obra o expresión elaborada por alguien o algo (hoy la inteligencia artificial también produce), pero elevar eso a la categoría de arte, me parece inaudito, un completo disparate.
El segundo libro, Lsa prpcasieie de un ailoln oinalter (Las peripecias de un anillo oriental), que le tomó diez años escribir, fue más estrambótico. Una extensa novela de fantasía épica, constituida por 8 largos capítulos escritos con anagramas; con un rebuscado sistema de escritura, al que Uribe bautizó como «babilónica». «Como todos sabrán» confesó en una entrevista televisiva, «concibo la literatura como una estructura lúdica». Y agregó que, al igual que Cortázar, siempre estuvo en contra del lector pasivo y que por eso inventó esa forma de lectura participativa. Al comienzo de la novela, uno se encuentra con una nota titulada «Clave de lectura», en la que Uribe le anticipa a los lectores que se sumergirán en una «aventura criptográfica» y que para descifrar el contenido del texto tendrán que seguir los siguientes pasos (solo con las palabras compuestas con más de dos letras): «deben unir la primera letra con la última, la segunda con la penúltima, la tercera con la antepenúltima…» y así sucesivamente o no, dependiendo de la cantidad de letras que estén conformadas las palabras. Por ejemplo, si al conjunto de caracteres «Acdear» le aplicamos el método de Uribe, se traduciría por «Arcade». En sentido inverso, la palabra «Dios» se escribiría «Dosi». Pero dejando de lado la fatigosa transcripción, pasemos a lo único importante: este tedioso libro ¿tiene algún valor literario? La respuesta es compleja.
Una vez develada la novela, aunque muchos la juzguen como el epítome de la fantasía, en realidad nos encontramos con un dilatado cuento de hadas. Porque, quizás, si esta obra se hubiese publicado antes del siglo XX, el lugar en la historia que le quieren adjudicar sus lectores devotos estaría justificado, pero al ser contemporánea de los cuentos geniales, precisos y conjeturales de Borges y de los relatos de Kafka, no pasa de ser una narración que se atañe al uso de fórmulas anticuadas: el viaje del héroe que se aventura a lo desconocido, hay un villano sedentario con decenas de secuaces prestos a acatar sus órdenes que casi siempre fracasan y a quienes ante cualquier aparente victoria les sigue una fatal derrota; los desenlaces son previsibles, con un abuso desmedido del «Deus ex machina» y adolece del típico final favorable para los protagonistas, a pesar de que en este caso sea un final agridulce. Además, sus diálogos, fuera de algunos interesantes, son afectados, teatrales, innecesariamente largos. Por ejemplo, en el capítulo dos de la primera parte, un personaje le refiere a otro, sin detenerse a pensar, con una memoria infalible, sucesos del pasado, con la misma voz del narrador omnisciente, en tercera persona, de la novela. Sabiendo incluso lo que pensaron y sintieron aquellos a los que hace alusión.
En la escritura (para un lector avezado) se trasluce la maestría o no del escritor, así como las dudas que se le presentaron en el momento de redacción y los sentimientos que lo embargaron. Un verdadero lector va más allá de las palabras y el argumento. Porque la máxima aspiración es leer como un escritor experimentado, que indaga para saber cómo están construidas las historias y descubrir los recursos utilizados. Ya Hemingway lo afirma en su controversial libro «Muerte en la tarde»: «En todas las artes, el placer se acrecienta con el conocimiento que se alcanza de ellas…» Es por ello que, a medida que uno escruta el contenido de Lsa prpcasieie de un ailoln oinalter, descubre que no es una escritura premeditada, sino que se evidencian los desvaríos del autor, que no tenía en claro el objetivo en el momento de composición. Asimismo, el abuso de favorables casualidades que permiten el desarrollo de la historia, la vuelven más inverosímil, más repudiable. En definitiva, Sebastián Uribe no sabía narrar, ni siquiera sabía manejar la elipsis. Podía describir un árbol en tres monótonas páginas (como si los lectores nos supiéramos cómo son los árboles o como si los árboles de su mundo difirieran de los nuestros, por más que algunos de los suyos sean parlantes y puedan moverse) y al detallar una batalla lo hacía con una escritura ambigua, y no es que, como Hemingway, sabía manejar los silencios, sabía insinuar, sino que uno comprende que no supo imaginarla ni concluirla. Falencia que queda demostrada, para mal desarrollo de la historia, en una de las últimas batallas, ya que el texto nunca nos revela qué hicieron los héroes para salir vencedores, siendo que eran menores en número y tenían muchas desventajas en armamentos y bestias.
Otro de sus pecados es su irracional estilo barroco. En mi juventud trabajé en una imprenta confeccionando libros. El dueño una vez me dio su definición de literatura. Para él era escribir con palabras «difíciles», poemas o narraciones, sin embargo, es todo lo contrario, la literatura consiste en cifrar las verdades de la vida en modestas y claras oraciones. Algo que no comparte Sebastián Uribe, que, en esta novela, tiende a una escritura rebuscada, que busca ser ingeniosa. Un ejemplo, antes de escribir que el héroe tomó o bebió agua, escribió que «libó con inconmensurable placer ese cristalino líquido que calma la sed».
“Las convenciones no molestan en una historia en que todo es convencional», escribió Borges en uno de sus artículos para la revista El Hogar, sin embargo, el problema está en que esta novela, tanto críticos como académicos, cada vez que es referida, la aclaman como una de las mejores del siglo XX, que no tiene parangón, cuando en realidad no pasa de ser un texto cargado con todos los errores que puede cometer un escritor principiante, y debido a que posee una fuerte influencia del Romanticismo, ha sido bien aceptada, en su mayoría, (siempre hay excepciones), por niños y jóvenes, que son los que tanto la defienden ante cualquier ataque. Algo que no es común en lectores más experimentados, de lecturas diversas. Ya que, el tráfico con la vida y el trato constante con la literatura nos van cambiando; perdemos esa ingenuidad romántica, idílica que teníamos del mundo al ver su crueldad. Un mundo que, por la inocencia que nos confiere la niñez, se nos presentaba como un sitio que llamaba a la aventura, con bosques encantados por un lado y páramos malditos por otro, con una moral visible, definida, de doncellas castas, hermosas, que son rescatadas por nobles héroes, intachables, que pelean por una verdad que no es relativa, por el honor y una justicia presente. Despertamos de esa ilusión y el mundo se nos revela como un sitio confuso, de voluntades complejas, donde los seres más abominables pueden pasar desapercibidos y andar por la vida impunemente, abusando y ultrajando inocentes que casi nunca reciben justicia ni son salvados.
No podemos ser del todo duro con Uribe en este caso. Hay ciertas líneas que nos pueden conmover, que tienen cierta carga poética y, a decir verdad, la mayoría de sus faltas son propias del género. Por ejemplo, en las sagas de fantasía es ley trabajar con la dicotomía del bien y el mal, en marcada en dos bandos que no se confunden. Lo cual es un error, porque la incertidumbre es la que nos genera temor. No hay nada que nos aterre más que el no saber quiénes son nuestros enemigos. No conocer sus nombres, ni saber sus formas, ni sus rostros. En caso contrario, aquellos que tienen malas intenciones contra uno pueden ser partes de nuestra vida familiar o laboral y, engañados por un trato afable, ignoremos el daño que nos hacen en secreto. La realidad es convulsa, imprevisible. Sin embargo, a pesar de los evidentes errores, Lsa prpcasieie de un ailoln oinalter, fue un éxito de ventas y, a cuarenta años de su publicación, al día de hoy sigue vendiendo miles de ejemplares, además de las ediciones costosas, de lujo, que ponen al mercado en cada aniversario, que no duran ni una semana en las vidrieras de las librerías. En aquel entonces, Uribe, aprovechando el furor que generó en los lectores esa criptográfica novela fantástica, lanzó su único cuento de un solo párrafo al que tituló «8», en el que, por varias páginas, dependiendo de la edición, se lee interminablemente:
“…Cuando la persona leyó la última oración del libro, comprendió que el sentido de la historia había cambiado. Así que, releyó el libro desde otro enfoque, como si sus páginas se hubiesen renovado por algún extraño sortilegio, pero, cuando la persona leyó la última oración del libro, comprendió que el sentido de la historia había cambiado. Así que, releyó el libro desde otro enfoque, como si sus páginas se hubiesen renovado por algún extraño sortilegio, pero…»
Nuevamente, tanto críticos como lectores, alabaron el ingenio de Uribe. Fue la época del reconocimiento internacional y de la creación de clubes de lecturas a lo largo y ancho del mundo, encargados de analizar su obra, de buscarle significados y elaborar teorías sobre lo que quiso o no decir en tal o cual texto. De este cuento, dijeron que el autor lo tituló «8», porque si ese número se escribe de forma horizontal, se transforma en el símbolo del infinito, lo cual justificaría su cíclica monotonía. Conclusión que me parece ridícula. Aun así, confieso que, confundido, he cavilado por largas horas intentando comprender la admiración que producen sus escritos, y creo que he llegado a dar con una respuesta: el placer que genera entender lo que un escritor quiso decir, es un sentimiento más valioso para el lector casualmente iluminado que el propio mensaje, que muchas veces es una obviedad, una extensa perogrullada o, como en este caso, un completo sinsentido.
En 1973, el cuarto trabajo que Uribe entrega a la imprenta es «E.O.S», una obra de teatro en un acto imposible de representar, debido a las irreales escenas de horror fantásticos y la multitud de personajes que la pueblan. El argumento de la misma se puede resumir en unas cuantas palabras: un ser cosmogónico, que cayó en la tierra hace miles de años y que se alimenta del miedo, utiliza su facultad de cambiar de formas para solamente asustar y asesinar niños (adultos no porque no se asustan con facilidad) en un pueblo lejano de un país americano. Un amigo mío, al que no nombro para cuidarlo del odio, me habló de lo arriesgado y absurdo que es darle cualidades sobre humanas a un personaje de ficción. Porque uno, por ejemplo, puede decir que es el ser más inteligente y después, por necesidad de la trama, se comporta como un idiota. «Si ese proteo contemporáneo de Uribe se hubiera transformado en el cobro exorbitante de un impuesto, habría matado del susto a miles de desempleados». Me dijo esa vez entre risas.
Aun así, por más que seguía engrosando su fortuna heredada con la venta de sus libros, por varios años Uribe no dio nada nuevo a la imprenta. Se dedicó a viajar, a dar conferencias y entrevistas irónicas, afectadas, en radio y televisión; a mediados de los ochenta se casó con quien fue alguna vez mi prometida, la poetisa Amalia Fontana, en varios países recibió condecoraciones y en Cuba dictó un curso de escritura creativa. Muchos aguardaron con desesperación la publicación de algo que llevara su firma. Pasaron las décadas. Uribe perdió la gracia de su juventud. Se volvió un anciano lento, imberbe, que no hablaba mucho y con una calva reluciente que lo hacía irreconocible para aquellos acostumbrados a la melena de su juventud. Al enviudar, se recluyó en su casa de verano en Venezuela y desde allí, sin que nadie lo esperara, mandó el manuscrito de lo último que publicó en vida: «Simbolismo de Venus». A los cinco días, después de su lanzamiento, que se llevó a cabo el 14 de marzo del año 1999, el reconocido escritor argentino murió de un aneurisma. Sus restos fueron repatriados y enterrados en el cementerio de Costa de Araujo. Los lectores, mientras lloraban su muerte, recorrían con fervor el último libro de 314 páginas en blanco. Algunos, en busca de resolver el último misterio que el maestro había dejado, pensaron que las hojas ocultaban una escritura que solo el fuego podría revelarles, y, por ese razonamiento, varios ejemplares terminaron quemados en vano. En esa época fue largo y tenso el debate que se llevó a cabo sobre el significado de ese enigmático libro, el cual, las únicas palabras que contiene, son el misterioso título impreso en la portada. Ante tal desvarío, los fanáticos encontraron una luz cuando se reveló en la prensa que Uribe puso como cláusula que cualquier editorial que tuviese la intención de publicar «Simbolismo de Venus», debía respetar con el requerimiento de que tuviese la misma cantidad de páginas que la primera edición. Fue así que le dieron importancia al número. El crítico francés André Rivera, autor del famoso lema «Toda licencia en el arte», en una reseña que apareció en el diario Le Monde, dijo encontrar la clave. Anunció con orgullo que si al número 314 le agregamos una coma después del tres, obtenemos el número irracional pi (?), un número proveniente de los babilónicos y que, debido a sus múltiples usos en la ciencia, la tecnología, la ingeniería, la arquitectura, la navegación, la computación, etcétera, se puede concluir que es un número universal, y que, si esa universalidad la vinculamos con la diosa que aparece en el título del libro, Venus, que también es Afrodita, la cual es la diosa del amor, podemos concluir que el último mensaje de Uribe es que «el amor es universal». Esa es la increíble y rebuscada hipótesis de André Rivera. Todos la aceptaron. Excepto un dramaturgo inglés, de cuyo nombre no me quiero acordar, que en una conferencia le buscó otra interpretación, diciendo que toda nuestra vida y sus infinitas variaciones se ocultan en los decimales de pi (?) y que las páginas en blanco son una invitación de Uribe para llenarlas con nuestra biografía, y que, si la reescribimos varias veces con alguna diferencia, de esa manera contribuiríamos con la construcción de una verdadera biblioteca babilónica.
Este es, a grosso modo, el resumen de la obra de Sebastián Uribe. Estas son, pues, las razones que justifican mis dichos del lunes de esta semana. A Uribe solo lo traté dos veces en mi vida. La primera fue en una cena que se hizo en honor al poeta cordobés Bernardo Anglat. Esa misma noche conocí a Jonás Morales, que me propuso representar mi obra dramática «Espero esperar esperarte», la cual, cuando fue estrenada en la temporada de verano en Carlos Paz, captó por un momento la atención de la pléyade argentina, y esa misma noche, Uribe cortejó con descaro, ante mis ojos, a mi prometida, Amalia Fontana. La segunda vez, a unos meses de ese primer encuentro, (Amalia ya había roto conmigo) fue en la entrega del premio a la mejor labor literaria que le dio el Fondo de Cultura de la Nación, en la que él se llevó todos los elogios por su novela criptográfica y, para concluir, se fue del evento con ella tomada de su brazo. (No ignoro que sus admiradores afirman que mi desprecio a Uribe se debe a eso, lo cual es un error, ya que me considero un estoico y, como escribió el Maestro, el odio nunca será mejor que mi paz). Sin embargo, haciendo a un lado esa situación, no puedo negar que la personalidad de Uribe era cautivadora. Era evidente que disfrutaba conversar, parecía mostrar interés en lo que uno tenía para decir, aun así, nunca perdoné que tomara a la ligera lo que yo, desde la infancia, tengo por lo más sagrado. Porque para mí, la literatura, la buena, la verdadera, no es solo la que cuenta una historia o versifica un sentimiento o emoción de manera artificial, no es solo un rejunte de palabras; no, la literatura es la que, al leerla, nos insinúa quienes somos. No nos da una revelación extática, divina, sino que, a través de una escritura económica, precisa, universal, nos devela la entramada complejidad del ser humano, de la vida. Y que sea bastardeada con tanta desfachatez, es un pecado que no puedo perdonar, aunque sé que ella no necesita que la defiendan, sé que ella siempre se mantendrá incólume por los siglos de los siglos, bella, única, eterna, inevitable, a la que nunca le faltará alguien que la sepa invocar para materializarla en la realidad, mientras que yo, por más que empuñe estas palabras, pronto seré estragado por el inexorable avance del tiempo y será como si nunca hubiese existido.
A la memoria de Honorio Bustos Domecq.

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