“Aparecen las flores en la tierra,
el tiempo de las canciones es llegado,
se oye el arrullo de la tórtola en nuestra tierra.”
CANTAR DE LOS CANTARES (Cantar 2. 12)
Por Juan Edgardo Martín*
Una a una las mujeres enterraban los plantitas de tomate sobre la línea seca de los surcos preñados de agua turbia y espumosa. Caminaban agachadas y plantaban, sacando los vegetales de morrales húmedos, de arpillera, que colgaban de sus torsos. A veces se detenían, se enderezaban estirándose; y palpando sus caderas, miraban el horizonte azul y diáfano. Y luego seguían…siempre igual. Con el dedo índice practicaban un pequeño hoyo en la tierra blanda y dócil del surco, y rápidamente en una labor innumerables veces practicada, maquinalmente colocaban una planta raquítica, verde, que apenas se tenía en pie; luego la tapaban apenas y así seguían en la interminable labor.
Hacía calor esa tarde de verano. Los rostros cubiertos con pañuelos claros, bajo los sombreros de trama vegetal no lograban burlar el bochorno…y el sol impiadoso se ensañaba sobre las espaldas cobrizas y curtidas. De a ratos el sur, burlando la custodia de la trinchera de álamos criollos brindaba una brisa suave y fresca, entonces todos parecían renacer. La humedad de la transpiración, unida a la corriente de aire, que penetraba por todos los recovecos del cuerpo, producía una sensación agradable. Pero era sólo unos momentos, luego volvía el verano en todo su esplendor.
La gente trabajaba con alegría, de vez en cuando se escuchaban comentarios animosos para matizar la espera del final de la jornada en esa tarde interminable.
Antonio Cortez había llegado en bicicleta a su chacra cercana al caserón antiguo al cual todo el mundo llamaba “las puertas negras”. El pequeño fundo se encontraba en los confines de la Colonia Francesa.
Siguiendo un par de kilómetros por la calle que tuerce hacia el oeste, se consideraba el comienzo de los salitrales de Colonia Estrella.
Era Antonio contratista en la calle Gustavo André, muy cerca del almacén de Di Chiara. Junto con su hermano Justo, conocido por todos como “el Ñato Cortez” hacía un par de años que habían tomado un contrato pequeño, y solos, sin obreros lo trabajaban. A Dios gracias que la casa que les dio el patrón tenía lugar para Antonio, Rosa, su mujer, los dos hijos pequeños; y hasta una piecita para el “Ñato”.
El mismo año que llegaron a la finca, había fallecido el padre de Rosa, y había dejado un par de hectáreas, perdidas allá lejos, cerca de “las puertas negras”. La propiedad no se hallaba ni siquiera frente a la calle, sino a una distancia de quinientos metros para adentro, hacia el sur; apenas con derecho de agua, y una frondosa deuda en el Departamento de Irrigación. El lugar era un bajo algo salitroso, nivelado sin desmontar. Lo poblaban solamente arbustos de fique, cardo ruso y pájaro bobo por todas partes. Tenía un ranchito de quincha, abandonado y semidestruido, flanqueado por un par de arabios y un viejo eucalipto casi seco; y una pileta que se llenaba con agua fresca del riego.
El primer año los hermanos tomaban sus bicicletas y todos los sábados en la mañana hacían los cuatro quilómetros que los separaban del lugar, se llevaban la comida y pacientemente lo fueron desmontando. Como pudieron, arreglaron el rancho, y limpiaron la pileta. Hasta Rosa fue varias tardes para barrer un poco y adecentar el sitio.
Plantaron acelga, para “lavar” la tierra.
Ese año, tuvieron suerte, en el contrato la cosecha fue buena. Cuando el patrón le preguntó:
-¿Y Antonio, ya pensó que hacer con su uvita?
– Por mí lo que usted decida está bien Don Enrique.- Había contestado confiado.
El viejo era conocido en la Colonia como hombre exigente y algo cascarrabias, pero justo y muy cabal en sus tratos.
Decidieron con el “Ñato” que con el dinero que fueran cobrando de los documentos en la bodega, encararían la chacra de tomates.
Llegó Antonio y cargando un morral en su hombro, se acercó a Rosa, que plantaba junto a las otras dos mujeres. Saludó con ternura en los ojos a su mujer, y tomando una planta se inclinó sobre su tierra.
Venancia Sosa vivía sola. La acompañaban sus cuatro perros, un lechuzo “bodeguero” en una jaula de tablas y tela de alambre, que asustaba a los niños que pasaban frente a su rancho; y los recuerdos de una vida de pobreza, soledad y privaciones.
La pobre vieja nunca se había casado, pero había tenido y criado cuatro hijos varones. Todos de distinto padre. Ahora andaban diseminados por varios lugares. El mayor, Juan, se había ido al “campo”, como llamaban al desierto y tenía un puesto de cabras. Hacía años que nada sabía de él. El segundo, Guillermo, era el que estaba mejor, había aprendido a manejar en el servicio militar, y ahora era chofer de un camión de la Municipalidad de Mendoza, ése de vez en cuando pasaba algún domingo a saludar a la madre. Hijo no reconocido de un finquero, era, íntimamente, el preferido de Venancia. Ella a veces recordaba al padre, el finado Lucio. Alto, rubio, hermoso. Lo conoció de muy joven, ¡hacía tanto tiempo! en un viaje a la Difunta Correa, en tren. Al enterarse la familia de Lucio del embarazo, lo habían enviado un tiempo a Mendoza, y el joven se había desentendido del niño. El tercero, Rolando, “el negro Sosa”, había salido bueno para el fútbol, y era muy conocido y apreciado en el Club Cultural. Era peón de albañil en Villa Tulumaya. Y el cuarto…el cuarto, el pobre Miguel, nació con una deficiencia mental muy marcada. Vivió hasta grande con su madre, y hacía changas ocasionales. Una noche lo arrolló un vehículo en la calle Rodríguez, por la ruta que va hacia Córdoba. El conductor había huido, y lo encontraron tirado por la mañana. Cuando le avisaron a la anciana, ésta tomaba mate en una silla baja de totoras. Sólo se persignó, y con los ojos húmedos y suspirando dijo:
-Ahora mi pobre hijo está mejor que aquí.
Venancia tenía su ranchito frente a la chacra de los Cortez, y por muy poca paga, éstos dieron trabajo a la mujer. Todo el mundo la conocía y algunos le tenían desconfianza. Los supersticiosos decían “la vieja Venancia es bruja, dicen que de noche vela la imagen del pobre Miguelito”.
Lo cierto es que la mujer curaba el empacho, la ojeadura, e incluso más de uno aseguraba que le había aliviado milagrosamente el dolor de muelas, con tan solo preguntarle el nombre completo y la fecha de nacimiento.
Para todo tenía una receta. Frente a las verrugas, nada como la “leche” de higo verde, echarla tres días sobre la verruga y ¡santo remedio! Si a alguien le dolía la cabeza persistentemente, iba a ver a doña Venancia, y ésta lo dejaba como nuevo tan solo con un plato de agua sobre la cabeza, unas gotas de aceite dentro del plato, y una oración con la mano sobre la cabeza del doliente. La insolación desparecía como por milagro.
Rosa, la mujer de Antonio, nunca vio con buenos ojos que la vieja trabajara con ellos en la chacra.
-¡Está muy vieja, y lo único que hace es estorbar!, además es capaz de hacer algún “mal”, si algo no le gusta. ¡Yo no estoy tranquila sabiendo que la vieja bruja anda rondando!
-No te preocupés Rosa, por las huevadas que habla la gente, además le pagamos poco, y la plata no sobra…- Insistía conciliador Antonio.
En realidad Venancia siempre había sido hospitalaria con los nuevos vecinos. Cuando recién habían llegado a trabajar Antonio y el “Ñato”, en más de una ocasión habían ido a pedirle agua a la viejita para llenar sus “botes” forrados de arpillera. Ella la sacaba de un viejo “botijón” de barro color terracota, fresca, exquisita. O a veces simplemente, al pasar, detenían sus bicicletas y charlaban un rato con doña Venancia. Ella siempre agradecía un poco de compañía, y hasta en alguna oportunidad los había convidado con un mate y alguna “sopaipilla”.
Trabajaron mucho ese año los hermanos. Iban y venían del contrato a la chacra. Todo lo que fueron cobrando en la bodega, y que don Enrique les hacía llegar puntualmente, lo fueron invirtiendo en la plantación.
El pequeño fundo ahora era otra cosa. A veces el “Ñato” se quedaba a dormir en el ranchito, al cual habían blanqueado con cal, le habían arreglado el techo y construido un pequeño fogón; y con una pava tiznada, y una olla vieja que Rosa estaba por tirar, tenían lo necesario para prepararse algún guiso o puchero cuando pasaban todo el día en la plantación. Antonio no sabía por qué pero siempre encontraba exquisita la comida en la chacra.
Era feliz el hombre. Ojala Dios quisiera que la cosecha de tomates fuese buena y el precio conveniente. Él mismo había visto cómo el Petiso González, chacarero experto, había progresado y hasta una camioneta había comprado un año con el producto de un “manto” de ajo. Cierto es que el ajo requería inversiones mucho mayores. Pero…con voluntad a todo se llega. Si ese año les iba bien con el tomate, ¡Quién dice si en una de esas, el año que viene no encaraban con el Ñato una buena plantación de ajos, y con el tiempo los hermanos Cortez se convertían en “ajeros”!
Hasta se habían permitido plantar detrás del ranchito una huerta, con sus surcos de zapallos, choclos, pimientos, y berenjenas. Allí cuando Rosa los acompañaba, le gustaba “escardillarla”.
La propiedad estaba hermosa, era un “jardincito”, como solía decir la mujer de Antonio.
Y vino bueno el tomate ese año en la chacra de los hermanos Cortez.
Ellos hicieron todo, todo lo que había que hacer, sin descuidar el contrato. Trabajando los fines de semana, sin descanso, turnándose los feriados. Habían regado el tomatal sin perder un solo turno, habían “dado vuelta” las plantas una a una y con mucho cuidado, descubriendo grillos debajo de ellas, para que no las tocara el agua del surco. Más de una vez, regresaron a casa con la ropa de “grafa” manchada de verde por el follaje. En fin, emplearon todo su empeño, dinero y conocimientos para que la plantación progresara.
Los frutos maduros, rojos, lozanos, hermosos, surgían a cada paso. Gigantes como manzanas. El tomatal de los Cortez era una bendición del cielo. En el bar de Federico Vera, y en el de Víctor Olivera, se comentaba acerca de “el hermoso tomatal del Antonio y el Ñato”. Hasta el patrón, Don Enrique, se acercó con la camioneta un sábado por la tarde para verlo.
El viejo había caminado entre los surcos, espantándose los mosquitos con una ramita de sauce y mirando todo había exclamado con admiración.
-Los felicito muchachos, se lo merecen.
Rosa, que estaba con ellos, había aparecido con un canastito lleno de hermosos frutos rojos.
-Sírvase Don Enrique lléveselos a la señora, pa’ la ensalada…
Cuando los tomates maduraron, y de puro rojos parecían a punto de reventar, un sábado por la tarde viajó Antonio a Costa de Araujo y habló con Pablo Heras, dueño de una fábrica de conserva de tomates.
-Quédese tranquilo, el lunes a primera hora de la mañana le mando el camión con las cajas- le había dicho éste, luego de convenir el precio.
Antonio volvió tranquilo a su casa en la calle Gustavo André. Pablo gozaba de fama de hombre cumplidor, y mentalmente el chacarero sacaba cuentas…
-Mirá Rosa, si la chacrita rinde como calculamos, con la parte del Ñato y la nuestra, podemos meternos en una camioneta usada… ya lo he hablado con él, ¿te imaginás? Y en una de esas el año que viene nos largamos al ajo… ¡La pucha!, ¡así da gusto hacer las cosas!
-Ojala la virgencita nos ayude, ya le he prometido ir a llevarle flores al Challao si todo sale bien- Contestaba la esposa, mientras le alcanzaba el mate a su marido ese sábado por la noche.
El domingo amaneció más caluroso que de costumbre, no se movía ni una hoja de los álamos de la calle. Desde temprano el calor hizo presa de los hombres. Las gallinas caminaban sin rumbo, estúpidas, con los picos abiertos y emitiendo una especie de ronco cloqueo, como si imploraran un poco de frescor. Los caballos en los corrales, pasaban interminables horas parados, uno junto al otro, pero mirando en direcciones opuestas para espantarse con las colas cerdosas las moscas molestas.
Antonio despertó temprano, y descansó un rato en la cama, a eso de las nueve se levantó y desayunó con Rosa y sus hijos. Justo dormía en su habitación. El hermano, soltero todavía, salía los sábados por la noche y se acostaba un poco más tarde. Aprovechaba la mañana de domingo para descansar. Tomaba mate la familia en la galería descubierta de la casa cuando apareció el “Ñato”.
-No se puede dormir con este calor- Dijo con algo de fastidio.
-Pueda ser que mañana refresque un poco, a primera hora llegan las cajas- le contestó Antonio.
Un canto triste y apagado de un hornero, posado en una rama inmóvil de un carolino se escuchó esa mañana de verano.
Primero fue el viento, que no se sabía de dónde venía exactamente. Llegó al atardecer en ráfagas que agitaban la ropa tendida. Hacia el sur, hacia la chacra, un rumor sordo, como el de un tren que pasa se escuchaba persistentemente. Comenzaron a oírse truenos lejanos que provenían de las nubes. Algunas eran oscuras, terribles, amenazadoras. Otras blancas, blanquísimas, inmaculadas.
Como bloques de hielo que flotaran en el cielo.
Al Sur, se escuchó una explosión, luego otra, y otra. Un débil fogonazo surgía en lo alto del cielo, en las entrañas del torbellino, y acompañaba a cada detonación ese atardecer. En la finca de Emilio Gaberione bombardeaban con furia la tormenta.
El hombre, amenazado, hacía frente a la naturaleza.
-Te lo dije Antonio, no hubieras metido a la vieja en la chacra- Rosa se persignaba mientras hablaba.
Luego el viento arreció con más fuerza. Las ramas de los carolinos, álamos y arabios se despertaron de una vez. Desesperados, los árboles movían sus brazos implorando al cielo un poco de indulgencia.
-Todo perdido…la chacra…el sacrificio de un año…te lo juro, no quiero saber más nada de esa vieja maldita- La mujer salmodiaba desde la ventana de la cocina.
Y ese ronco retumbar que venía del sur, del lado hacia donde estaba la chacra…y no cesaba… y se acercaba.
Y ya estaba allí con ellos.
Entonces los hombres oyeron la bronca y potente voz de la naturaleza. El trueno, ensordecedor, traicionero como un latigazo dado en la espalda cayó sobre la Colonia Francesa. Y fue una gota enorme, helada, y luego otra, y otra, y finalmente el granizo…
¡Qué hermosos estaban los tomates! Antonio no podía imaginarlos destrozados, en una mezcla infame de frutos, trozos de hielo caídos del cielo, plantas, y barro.
Y en el semblante de Rosa se adivinaba un mudo reproche. Tal vez tenía razón cuando había advertido que no le gustaba Venancia. Por algo la gente hablaba…
Afortunadamente, en el contrato no hizo daño, como comenzó se marchó, dejando paso a la lluvia torrencial.
Pero al sur había sido fuerte la tempestad…al sur se adivinaba el desastre.
Antonio casi no durmió esa noche. Despertaba de a ratos, y adivinaba a Rosa, acostada a su lado con los ojos abiertos, mirando la oscuridad. Soñó que no había pasado nada y que se levantaba para comenzar a cosechar el tomate, pero que la chacra estaba en su propia casa, en el contrato. Luego soñaba cosas confusas. También con Venancia, pero no recordaba qué.
Amaneció muy fresco. El día era limpio, hermoso, la montaña lejana se veía de un azul fuerte. El cielo, luminoso; el verde, más vivo que de costumbre. Hubiera sido un hermoso día, pero el granizo de la noche anterior lo empañaba.
Los hermanos, silenciosos, montaron en sus bicicletas y pedalearon hacia la chacra. A medida que avanzaban hacia el Sur por el Carril Cortaderas, se les iba presentando el desastre en toda su magnitud. Desde la vuelta del bar de Olivera hacia delante el daño había sido prácticamente total. A las orillas de la calle se veía una alfombra verde de hojas destrozadas. El parral de Gaberione, a la izquierda del camino estaba casi pelado. Y había pedazos de ramas por doquier. Por todos lados los hombres salían de sus casas esa mañana a mirar los daños. Frente a la bodega, una rama de carolino había caído atravesada en el medio del camino. Al llegar a la carnicería de Medina, torcieron su marcha hacia la izquierda por el viejo camino de tierra, hacia las “puertas negras”.
EPÍLOGO
Antonio y el “Ñato no podían creer lo que veían.
Doscientos metros antes de llegar a la chacra, les parecía haber entrado en un mundo irreal. Árboles lozanos, todavía húmedos, hojas intactas, el hermoso olor a la tierra húmeda y al pasto verde. El cielo azul, puro. Todo era limpio y nuevo.
Como si Dios hubiese creado el mundo ese mismo día.
Llegaron al tomatal casi sin aliento, y al ver los frutos vírgenes, sanos, lustrosos, lavados por la lluvia de la noche rieron como niños.
Antonio, debajo de la enramada del ranchito descubrió una cruz en el suelo hecha de sal, y un cuchillo viejo y oxidado clavado en el medio.
Entonces comprendió.
Caminó al rancho de doña Venancia, y divisó a la viejita tomando mate en el patio, en la silla baja.
Simplemente lo miró como hacía siempre, agregó una cucharadita de azúcar al mate. Se sonrió con un poco de picardía en sus ojos; y como si lo hubiera estado esperando le dijo:
-Buenos días m’ijo, ayer a la tardecita, cuando el cielo empezó a amenazar, corté la manga ‘e piedra con la cruz de sal y el cuchillo, y parece que se han salvao. ¡Es que me dio mucha lástima ver como trabajaron!
Ese año, el granizo ignoró, por puro capricho de la naturaleza, una franja de tierra entre la finca del “alemán” Groselj, y la chacra de los hermanos Cortez.
A esa hora, el camión enviado por Pablo Heras traqueteaba por la calle embarrada, con su carga de cajas para comenzar la cosecha de tomates en la chacrita de Antonio y el “Ñato” Cortez.
*El autor es escritor
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