¿Cuántas veces nos han preguntado quiénes somos? ¿Y cuántas veces nos hacemos la misma pregunta en la soledad de la noche, en la tranquilidad de la tarde o en la agonía del crepúsculo? La verdad, es una osadía querer responder tan vasto enigma ontológico. Algunos dirán que esa tarea es solo para los metafísicos.
Sin embargo, la pregunta está, y nos asedia como un vértigo desolador, buscando que alguien se siente con ella y converse sin amedranto hasta agotar las últimas horas siderales del Cosmos.
En definitiva, si miramos el panorama abigarrado del pensamiento, sentimos que la poesía es la única que nos puede rescatar de sus profundas cavilaciones insidiosas.
Y así es, porque en medio de esa algarabía, Walt Whitman resurge, recitando sus versos y preguntándonos: “… ¿Quería alguno ver el alma? Ve tu forma y tu rostro, las personas, sustancias, animales, árboles, los ríos que corren, las rocas y las arenas.” Es por eso que, guiado por su sabiduría, si alguien hoy me pregunta quién soy, me atrevo a responder que soy el río serpenteante que atraviesa con sus aguas el árido esplendor de las tierras lavallinas.
Soy la pretérita gloria de Huanacache, los amaneceres purpúreos que relumbran en las lozanas parras de los viñedos estivales.
Soy la vendimia que recorre los parrales, para detenerse en las raíces de las cepas, visitando la uva madura.
Soy los sueños olvidados y aquellos que aún se resisten al olvido.
Soy el agua fresca, salutífera que contienen las lagunas del Rosario. Un conjunto de coplas que se desangran en los arpegios de las guitarras.
Soy los remotos cantos que se desviven entre zambas y chacareras.
Soy la tradición ferviente que se celebra en esos festivos días de un agosto agreste, entre los vecinos de Asunción. ¿No seré también los murmullos de las voces de mis antepasados, de los huarpes, que habitaron una tierra sacra, anterior a un genocidio imperdonable?
Soy también aquello que no fue, eso que pudo ser.
Soy las esperanzas crepitantes en las madrugadas desoladas y desamparadas.
El hambre milenario que persiste en los agrietados cimientos de las familias.
Los surcos que resguardan las semillas que conservan los futuros frutos que alimentarán mi carne.
Soy los aromas vívidos del jume, (y) la jarilla.
Soy el sabor dulce del patay, del pan del algarrobo.
Soy la memoria que conserva la sangre, la patria, el arte.
Soy el interminable tejido que discurre infinito en los telares.
Soy los amores visibles y los que se gestan en lo secreto, que jamás serán cantados. Soy mi prójimo, con sus anhelos y dolores.
Soy los atardeceres que anticipan las constelaciones estelares y las mañanas frías que se desvanecen por las primeras luces del alba.
Soy Lavalle, tierra de poetas.
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