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El diario del Oasis Norte de Mendoza

Alegorías
Arte y Parte

30 de enero de 2021

El Diablo y las sombras

  •   Por Juan Martin
           

Dios preguntó al Diablo, / Mientras jugaban a las adivinanzas: / ¿Qué es lo que ninguna mujer, aunque /Quiera, puede regalarte? / ¿Y qué es lo que ninguna mujer aunque / No quiera, ya te lo ha dado? / Y el diablo, luego de mucho pensar, / Respondió: / Dejame leer este relato, y al final te lo / Contesto

CAPITULO I

La noche era de un tiempo bravo.

Solo algún loco andaría por esos campos al viento helado y la llovizna de invierno. Las finas gotas que caían del cielo empapaban los chañarales, la arena del desierto se hacía pesada y dejaba memoria de las pisadas de los hombres.

Todo el día había lloviznado ese cuatro de julio de 1954.

En los ranchos, los obreros no habían salido a trabajar, y se refugiaban en el fogón de la cocina a comer tortas fritas.

En el caserío que existía alrededor del canal de desagüe de la calle Rodríguez, rancherío al que llamaban «Barrio de Las Ranas», porque cada vez que llovía sus habitantes aprovechaban para pulsar la guitarra y cantar tonadas y cuecas; los vecinos se reunían alrededor del fuego de raíces de chañar y alpataco, y contaban cuentos de aparecidos y brujas.

El día de descanso forzado y encierro había pasado, y ahora era de noche. Mañana seguramente nevaría, así lo presagiaban el aguanieve que comenzaba a cubrir el desierto cercano a la Colonia Francesa, y el color rosado oscuro de las nubes.

De eso no había dudas, mañana nevaría sobre el pueblo.

Pero esta noche era el frío, el frío intenso y húmedo que hacía que las perdices y martinetas permanecieran sobre el suelo y sin volar en los potreros, que los aleros y enramadas de caña de las casas gotearan sin cesar.

Era noche fría y cerrada, con un viento que daba escalofríos.
Por la calle Moyano, que va hacia el Este, y cuando ésta termina y baja hacia el río; vadeando el cauce, seco en invierno, hay una huella que lleva al norte. Ya no hay fincas allí, solo desierto, arena, viento, chañares, arbustos de pájaro-bobo y algarroba. Paralela a dicha huella está la vía del ferrocarril, y hacia el Este se levanta un médano gigante de arena.

El «Samiauta».

El pardo guardián que domina las últimas fincas que existen antes del río. En la cima del mismo han quedado las bases de lo que fue, a principios del siglo, una torre. Las noches de luna pasean por allí una carroza mortuoria de cuatro caballos negros, el fraile franciscano que anuncia la muerte o la locura a quien lo ve; y «el gritón», a quien nadie ha visto pero a veces se ha escuchado su llamado estridente al que no hay que contestar. Los que han ido a pie hasta la Difunta Correa siguiendo la huella y las vías del tren hacia el Norte, dicen que cuando pasan cerca del «Samiauta», y si es noche cerrada, suele acompañarles un trecho un gaucho con patas de cabra…

El que hubiese mirado a lo alto del médano esa noche observaría el resplandor de una fogata y cuatro sombras alrededor de ella. Las llamas y las sombras aleteaban sobre la arena húmeda.

Pío, el menor de los hermanos Beauret era quien hablaba sentado sobre un cráneo de vaca pelado y blanco:
-Esta es la noche, si escuchamos las cuerdas del diablo, y vemos la figura del angelito que nos mira de lejos, es porque vamos por buen camino.

Los otros dos hermanos, Eliseo y Antonio se miraron de reojo.
El cuarto hombre, y el más joven de todos, Jacinto Almeida, se persignó y juntó coraje para pasear la mirada por los cuatro costados.

El rasgueo de cuerdas de un malambo lento, se comenzó a escuchar en el desierto helado y Jacinto sintió que se le erizaba la piel debajo del poncho azul que lo cubría de la «escarchilla».
Sí, era el mismo mandinga quien tocaba las cuerdas de fuego.
El joven miró a lo lejos, y allá abajo, hacia el Sur, creyó observar una pequeña figura blanca que suavemente se deslizaba, como si volara entre un bosquecito de chañares.

Era el angelito que los miraba de lejos.

La vieja leyenda decía que hacía muchos años, un pequeño había muerto en la huella atropellado por unos caballos desbocados que tiraban de un carro. Para atestiguarlo, allí todavía se levantaba la pequeña cruz blanca entre los chañares; y el espíritu del inocente paseaba en las noches llorando.
-Ya está muchachos, para la primera noche, ya es bastante. Dentro de siete días volvemos. Entonces se nos tiene que presentar él mismo en persona (no había que nombrarlo), y te va a conceder el deseo Jacinto- Eliseo miraba al muchacho muy fijo mientras hablaba.

CAPITULO II

Los Almeida eran unos muy pequeños propietarios. Gente humilde. El padre de Jacinto poseía una finca chica, de tres hectáreas en la calle de Piovera. Dos de viña, y el resto un potrerito de alfalfa. Allí Jacinto, único hijo del matrimonio, trabajaba para hacerla prosperar.

Los Palet, por su parte, eran una familia acaudalada de Buenos Aires que habían adquirido una propiedad vecina de ochenta hectáreas sobre la misma calle, y cuyos lindes daban al río. El padre había sido un ingeniero catalán que se había enamorado de Mendoza, y al poco tiempo de adquirir la propiedad había muerto. De tal manera, había quedado a cargo de la misma Maximiliano su hijo mayor, el cual alternaba sus estudios de Ingeniería en la ciudad de Mendoza, con el cuidado y administración de la finca.

Sofía, la niña Sofía, de veinte años, hermana de Maximiliano, gustaba de pasear a caballo, y a veces se aventuraba en sus excursiones por la calle Moyano y llegaba hasta el río.

Un día que se había detenido a rezar en la ermita que había sobre un costado de la calle, en la propiedad de Antonio Rei, Jacinto, que pasaba por allí, la vio.
-Buenas tardes señorita.
-Buenas tardes, señor.

Jacinto nunca había visto una mujer más hermosa que Sofía Palet.

A partir de ese momento, nunca más dejaría de pensar en ella. Pero el joven pobre debía luchar contra su invencible timidez y algunos otros complejos para acercarse a Sofía.

Ella era porteña, rica, y decían los obreros de la finca que a la tarde plantaba su caballete y pintaba caballos percherones y cepas de moscatel.

Luego del episodio de la ermita, una vez más vio Jacinto a la joven. Fue en la estafeta de correros, y esta vez fue ella quien lo saludó.
-¿Cómo le va? ¿Retirando correspondencia de alguna novia? La sonrisa traviesa y divertida de la joven turbó al muchacho que vestía alpargatas, un pantalón remendado en la rodilla, y una chupalla.

Ella estaba espléndida, y Jacinto se sintió tan turbado que solo pudo responder, poniéndose colorado:
-Bien…bien.

Luego, a solas en su casa, se reprocharía mil veces su pobre vestimenta, y su escasa desenvoltura frente a la situación.

Jacinto se enamoró perdidamente de la joven, pasaba y pasaba, con cualquier pretexto frente a la finca de los Palet, y a veces la veía de lejos, desde la calle.

Más intimidado aún se sintió una vez que vio a Maximiliano en su auto pasear con su hermana y un grupo de jóvenes elegantes que visitaban la familia de Sofía. Él caminaba por la calle Moyano y ellos pasaron.

El joven creyó que Sofía lo miraba.

La única familia que visitaba a los Palet eran los Beauret, nietos de franceses que tenían una finca y una pequeña bodeguita.

Cinco hermanos salvajes que se divertían haciendo travesuras y correrías que algún problema ya les había acarreado.

«Los franceses», como se los conocía en el pueblo, eran gente de cierta posición económica cuyos padres los habían enviado a Mendoza a hacer sus estudios secundarios. Pero, todos a su turno habían vuelto a la Colonia Francesa, pues, jóvenes de naturaleza algo ruda, disfrutaban de la vida de campo.

Por las noches, cuando se reunían en el bar de Enrique Albacete gustaban de hacer bromas a expensas del bueno de Jacinto.
Pío, el menor de los hermanos, detectó el interés de éste por Sofía y un día le dijo:
-Vos sabés que yo soy amigo de Maximiliano, y a veces voy a la casa de los porteños, me parece que una que yo sé siempre pregunta por vos…

Jacinto, que no podía disimular su entusiasmo, sintiendo que se sonrojaba le dijo:
-¿Estás seguro?, pero decime, ¿no me estás cargando?
-¡No sea güebón mi amigo!, Pío Beauret nunca lo va a joder con eso. Escuchame, charlemos mejor el viernes en la noche que te voy a contar algo que te puede interesar…

Jacinto el viernes al anochecer ya estaba en lo de Albacete. Al llegar Pío, se acercó apenas lo vio.
¿Y, qué era lo que me tenías que contar?
Pío, lo miró sin recordar mientras se rascaba la nuca.
-¡Ah sí, ahora me acuerdo!, mirá me dijeron que si uno va un martes a la medianoche al «Samiauta»…

Al otro día, sábado por la mañana, bien temprano, Antonio Rei, desde su finca cercana al río, vio pasar a los hermanos Beauret con un carro y dos mulas de trote, y lo saludaron a los gritos.
«Estos locos se van a los quirquinchos», pensó. Pero no entendió para qué llevaban un rollo de manguera gruesa de la bodega.

CAPÍTULO III

Una noche oscura, casi sin luna, siete días después de la primera reunión en el «Samiauta», nuevamente los cuatro hombres se hallaban en el mismo lugar.

Lo único claro y brillante eran las estrellas que adornaban la hermosa noche de invierno.

Los hermanos Pío, Antonio y Eliseo; y Jacinto Almeida se miraban atentos e inquietos.

Pío observando a lo lejos, como si hablara solo, elevó su grave vozarrón, y gritando dijo:
-Señor, hemos vuelto aquí porque vimos tu señal hace siete días, y te pedimos que nuestro amigo Jacinto conquiste el amor de Sofía.

Solo se escuchaba la helada brisa de invierno, y un olor a azufre invadió el lugar. Nuevamente las cuerdas de fuego se oyeron lejanas.
«La mujer te quiere Jacinto, la mujer te quiere. Es la única que en el mundo hay para ti…No temas, dile tu amor y serás correspondido…»

Jacinto se estremeció. ¡El mismo diablo le hablaba!; su voz surgía entre ellos, como si estuviera allí sentado compartiendo la reunión.

Su amigo Pio Beauret había tenido razón.

Las sombras de la noche helada y el diablo entre los médanos ayudaban a Jacinto Almeida.

A pesar del miedo que le atenazaba los músculos el joven era feliz esa noche.

Tremendamente feliz.

Sofía, la hermosa Sofía sería suya. Solo debía declararse, y entonces no sólo sería dueño de la mujer soñada; sino que además sería rico.

Don Jacinto, «El señor Almeida».

Basta de remiendos, basta de abrir surcos en las siestas ardientes de verano, de podar con los dedos duros de frío.
Basta.

El resto de la noche transcurrió como en un sueño. No supo en que momento se hallaba en su casa de adobes, solo recordaba la sonrisa de los hermanos, y a Pío diciéndole:
-Ahora que va a tener ochenta hectáreas no se me agrande mi amigo, seguro que el Maximiliano te pide que te hagas cargo de la finca ¿Qué te parece si para festejar, el sábado te carneás un lechoncito y nos invitás, al fin y al cabo, para algo somos amigos, y esto hay que festejarlo ché.

Jacinto no sólo asó un lechón y los invitó, sino que tomó algunas copas de más y cantó unas coplas mientras Gastón, el único guitarrista de los hermanos, tocaba para que él, junto a sus amigos, le cantara a su futura novia, que pronto estaría cerca suyo.

Pasaron varios días, y Jacinto esperaba y espiaba la oportunidad de abordar a su amada. Su alma vivía trasportada y en un dulce regocijo, forjaba planes e imaginaba su futuro.
Un día, por fin, se le presentó la oportunidad. La joven paseaba a caballo por la calle Moyano, y él iba en bicicleta.
-¿Me permite señorita?
-Sí… ¿que necesita?

Ella estaba hermosa, de pantalones, botas y guantes.

Él no sabía por qué, pero las pocas veces que la había visto, se sentía como si estuviera desnudo.

Se sentía pobre, se sentía feo.

De todas maneras, juntó coraje y le dijo.
-Mirá, yo sé que me querés, así es que quiero saber desde cuando puedo empezar a visitarte en tu casa.

La muchacha lo miró unos momentos, y después empezó a sonreír.

Jacinto vivió el instante de éxtasis, de felicidad plena y máxima que puede vivir un joven enamorado al ver la sonrisa de su amada.

Pero fue un instante solo.

Luego la sonrisa creció, se tornó en risa divertida y finalmente en carcajada hiriente.
-¡Usted está loco!, ¿quien se cree que es para faltarme así el respeto?, le dijo apenas dominando la risa que no la dejaba hablar.
-Pero Sofía, si una vez la saludé en la ermita de Don Antonio Rei, y otra vez hablamos en el correo, y otra vez usted iba en el auto con su hermano…

Ella, medio indignada, medio divertida, no le dejó seguir.
-No sé de qué habla, yo no sé quien es usted, y no le he dado confianza para que me llame por mi nombre, haga el favor apártese.

La muchacha azotó su caballo y salió al galope.

¡Sofía ni siquiera recordaba quien era Jacinto Almeida!
No, no, y no, no podía ser.

Un puñal de hielo se le metió en el pecho. Quedó parado junto a su bicicleta sin saber que hacer.

Esa noche, solo, sin sentir frío ni miedo, ya que nada le importaba en la vida, ensilló un caballo viejo que había en su casa y se dirigió al «Samiauta».

Jacinto Almeida iba a pedirle explicaciones al diablo por su amor perdido.

Nadie supo nunca que ocurrió.

Dos días después lo encontraron ahorcado en el bosquecito de chañares, cerca de la cruz del angelito.

Sofía ni se enteró, ya que el día anterior había partido a Buenos Aires para quedarse allá definitivamente, pues jamás le gustó la Colonia Francesa.

EPILOGO

A nadie contaron los hermanos Beauret cómo habían procedido para engañar a Jacinto y burlarse de él.

El día que Antonio Rei los vio pasar en la mañana, habían subido el médano; y aplicada e ingeniosamente se habían valido de una gruesa manguera de treinta metros, a la cual enterraron en la arena.

Gastón, el guitarrista, jamás refirió cómo aquella vez, escondido y amparado por las sombras negras de una noche estrellada; fantasmal y maldita; pulsó el instrumento cerca de un extremo de la manguera, y aseguró al desdichado Jacinto que la mujer lo amaba; y el sonido había salido por el otro orificio que se hallaba disimulado cerca de la reunión que se llevaba a cabo.

Tampoco contó cómo había tomado una mecha de azufre de la bodega y la había encendido para que el viento de la noche esparciera el olor entre los médanos.

También Felipe, el quinto hermano, guardó siempre el secreto de como había agitado en el bosquecito de chañares una percha con un palo cubierto de una sabana blanca, haciendo que el «angelito» consintiera con su presencia, los deseos de un joven enamorado.

Con los años, y hasta en nuestros días, los puesteros aseguran que en las noches de luna clara, cerca de la cruz del angelito, el viento mece, en una rama de un algarrobo, el cuerpo de un ahorcado…

Entonces, Satanás, luego
De que hubo leído el relato
Respondió: su corazón.

FIN
Agosto de 2009

 


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