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El diario del Oasis Norte de Mendoza

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26 de diciembre de 2021

Relato de lo que ocurrió una navidad en la Colonia Francesa

  •   Por Juan Martin
           

*Adaptación del célebre “Cuento de

Navidad” de Charles Dickens

 

La felicidad es una costumbre.

“¿Sabés por qué siempre me ha emocionado ese cuento? Acaso porque, secretamente, quisiera sufrir la transformación de Scrooge y volver a tener la ilusión de niño, de cuando todavía a uno no lo herían los roles impuestos, ni la miseria propia, ni el egoísmo ajeno, ni la soberbia. De cuando uno todavía veía la vida con un poco de benevolencia, indulgencia y bondad. Tal vez la literatura me permita un poco eso…y darle clases a chicos de catorce años. Me gustaría sentir lo que habrá sentido Scrooge cuando amaneció.”

 

Lo único cierto es que el finadito Juan Santiago Ramírez estaba muerto, bien muerto y requete muerto, y enterrao en el cementerio de La Costa.  Pa’ más datos,  segunda fila ‘e cruces, a la derecha del caminito central, cruz de madera pintada celeste en la cual se leía “Juan Santiago Ramírez 26 de julio de 1.953 Q.E.P.D.  En su tumba había una fotografía medio amarronada por el tiempo,  en la cual se lo veía al estinto de joven, luciendo traje claro, polainas,  muy de rancho en la cabeza el hombre, y  acodao en la puerta de una vaturé blanca, riéndose, vaya a saber de qué. Pa’ los que conocemos la zona, el lugar no nos resulta estraño, se adivina que está sacada a la entrada ‘e la finca que tenían en sociedad con don Felipe Moyano, propiedá que ahora lleva el nombre de “Finca La Navidá”.

Pero deje que le siga contando, porque al final del relato, va a enterarse por qué se llama así ese lugar.

Habían pasao varios años, como diez o doce según calculo, desde la muerte de don Juan, y el viejo Felipe había quedao a cargo ‘e la finca. El patrón era de esos que no dan puntada sin hilo, agarrao como él solo,  era por demás hereje con los obreros. No les perdonaba una, y siempre sabía andar mal engestao. Todos los años cuando estaba terminando la cosecha no  faltaba quien le tirara el hueso el último día:

-¿Y patrón? ¿El asao lo vamos a comer en el galpón?

-¿Asao?

¿No les he pagao las fichas una por una, todos los sábados como corresponde? Vayan con eso y hagansé todos los asaos que quieran en su casa- Siempre les respondía lo mismo. Me parece que a lo último le preguntaban más que todo pa’ hacerlo rabiar.

El asunto es que don Felipe era incapaz de darle un soplo en un ojo a nadie, como quien dice, y no es que al hombre le faltara, todo lo contrario, le sobraba, y mucho. Quizá lo único que le faltaba era cariño. El viejo había quedao solterón nomás, y el único familiar que le conocimos era el Miguel, hijo de una hermana, la finadita Sara, que, aquí entre nosotros, no se parecía en nada al viejo Felipe. Buena, generosa y siempre alegre. El Miguel había salido a la madre, y tenía una linda finca, allá para el lao de arriba, cerca del río.

Decían las malas lenguas, que a veces son las que llevan la razón,  que el viejo Felipe no festejaba la navidá.

Pa’ él, era un día como cualquier otro. Y si por él fuera, ese día lo hubiera destinao a abrir unos surcos, carpir la cebolla, incluso ordenar un poco el galpón. Vivía solo, más solo que los algarrobos del campo, en la casa de la finca, y parece que los veinticuatro a la noche, cenaba como cualquier otro día y se acostaba temprano, mucho antes que dieran las doce. Más de uno aseguraba haberlo visto los veinticinco solo al viejo, caminando entre los callejones con una zapa al hombro refunfuñando porque los obreros estaban de farra.

Era un amargao, todo lo encontraba mal en los demás, siempre estaba quejándose y rezongando y atendía de muy mala cara a casi todo el mundo.

En la finca tenía un mensual, el Tato Domínguez, que vivía en una casita vieja a la orilla ‘el canal de riego.

El viejo era especialmente severo y malo con ese hombre, el cual,  vivía con su mujer y una tracalada de niños que habían tenido; y pa’ colmo ‘e las desgracias, y como bien dice el dicho que a perro flaco no le faltan pulgas,  el más chico le había salido medio raquítico, con un problema en una piernita, y  andaba el pobrecito inocente apoyándose siempre con una muleta hecha de palo ‘e chañar tostao al horno pa’ darle suavidá. A ese niñito, me acuerdo, le decían el Tilín.

Como le digo, el pobre Tato, iba y venía todos los santos días a la finca, y no había día que no tuviera que soportar el mal genio de don Felipe.

La cosa ocurrió como paso a relatarle.

Un veinticuatro ‘e diciembre  en la mañana estaba el Tato en el galpón poniéndole aceite negro a unas rastras pa que quedaran en el verano guardadas, y el viejo andaba anotando la cantidá de fardos de pasto que estaban en una estiba (tenía como una oseción de que le iban a robar pasto). En eso estaban, digo, cuando llegó  el Miguel, el sobrino, y se metió pa adentro ‘el galpón.

-Buenos días Tato, feliz navidá.

-Buenos días don Miguel, que pase una feliz navidá usté también.

-Buenos días tío, feliz navidá.

-Buenas, ¿que hacés por aquí?- lo saludó el viejo sin apartar la vista de lo que hacía.

-Nada, iba pasando y paré la camioneta pa’ entrar y hacerle una invitación- y agregó rápido como pa que el viejo no tuviera tiempo ‘e negarse- Lo invito tío a que esta noche se venga pa’ la casa a pasar la nochebuena y mañana la navidá con mi familia. Vamos a estar nosotros y los hermanos de mi señora que vienen de la California[1].

El viejo por un momento dejó de anotar los fardos, levantó la vista, se echó la chupalla pa atrás y lo miró muy serio al Miguel.

-¿Navidá? Esas son toda güevadas, inventos de los vagos pa’ no trabajar. Ya demasiao tengo con que a algunos (dijo eso mientras miraba al Miguel) hay que pagarles el jornal de ese día pa que no lo trabajen,  pa que encima uno tenga que costiarse en llegarse a otra casa a hacer gasto. No sobrino, a mí dejame tranquilo aquí en la finca. Yo no creo en eso de la navidá, pa’ mí es un día como cualquier otro. O… a ver, si me cae piedra, o la cebolla no agarra precio ¿Quién va a venir a ayudarme? ¿Los reyes magos?- Y el viejo siguió anotando el pasto en su libretita.

-¡Pero tío! ¿Qué le cuesta? ¡Deje todo por una noche y un día y vengase pa’ la casa!

-¿Qué me cuesta? Un día de trabajo me cuesta, no sobrino andá nomás y a mí dejame en paz. Lo de la navidá es una mentira inventada por los almaceneros y los bolicheros pa vender chucherías.- Y le dijo esto tan, pero tan serio, que el Miguel, con una gran tristeza en la cara salió, saludando al Tato.

-Chao, Tato, que pase una feliz navidá.

-Igualmente pa usté don Miguel y saludos a la familia…

Esa tarde el viejo le pagó al Tato, y de muy mala cara le dijo:

-Supongo que ahora voy a tener que dejar que mañana no te presentés a trabajar, con el pretexto de que es navidad.

-Si usté no dispone lo contrario patrón…- el Tato, sonriendo de manera humilde no sabía que contestar.

-Andá, pero que el veintiséis no se te ocurra llegar tarde porque ahí sí que vamos a charlar nosotros dos.

El Tato, incómodo por la situación, se sacó la chupalla vieja que llevaba y lo saludó.

-Que pase una feliz navidá don Felipe- Y salió de la finca sin que el viejo ni tan siquiera le contestara.

Esa tarde, el viejo, después de dormir la siesta, se encaminó pa’ la esquina, tenía que comprar algo de mercadería en lo Zangrandi, así es que sacó la camioneta y se dirigió al  almacén de doña Dora. Compró lo que necesitaba y frente al correo lo atajaron los de la comisión del Club.

-Don Felipe ¿Cuántos numeritos nos va a comprar pa’ la rifa?

-¿Comprar? ¿Por qué tengo que comprarles números para una rifa?

-Déle, ¡es pa’ organizar una compra ‘e juguetes pa’ los niños más humildes!

-Para eso están las autoridades, el Ministerio ‘e Bienestar Social- dicen que les contestó el viejo- Y si los padres no los pueden mantener, que los lleven a un asilo ¡Que tanto!, después de todo hay demasiado niño y viejo inútil estorbando por la calle, que no sirven para nada.- Y diciéndoles esto, don Felipe Moyano, dueño ‘e la finca ‘e Moyano y Ramírez hizo arrancar la camioneta y salió por la calle volviéndose pa’ la finca.

Esa nochecita el viejo tomó unos mates, bajó un pedazo ‘e jamón de la despensa y eso fue todo lo que cenó. Salió a ponerle candao a la tranquera cuando era ya noche estrellada, y al pasar frente a los álamos de la entrada, le pareció que lo llamaban…

-¡Felipe! ¡Felipe!

Y, según dicen, el viejo Felipe hubiera jurao que parao cerca ‘el gallinero había visto patente la figura ‘el finadito don Juan Santiago. Había sido un tipo grandote en vida, es lo que dicen los viejos que lo conocieron.

-¡Felipe! ¡Felipe!

El viejo sintió un escalofrío, pero pensó que le había caído mal un puchero de gallina que había comido el día anterior, y siguió caminando y dentró en la casa, y por lo quiera que fuese, atrancó la puerta grande y se metió a su pieza.

-¡Felipe! ¡Felipe!

-¿Quién anda ahí?- el viejo sacó un cuchillo que tenía en la mesa ‘e luz y con la linterna alumbró pa’l corredor.

Nada.

Se volvió a meter adentro ‘e la pieza y empezó a desatarse los cordones, cuando de golpe, un ruido a cadenas y un estruendo como si hubiera pasao un tropel de caballos por la puerta ‘e la casa lo hicieron sobresaltar.

Cuando don Felipe Moyano, levantó la vista, vio algo que le hizo poner los pelos de punta.

Una figura de un hombre grandotazo, con un algodón que le tapaba la boca, arrastrando unas cadenas pesadas y llenas de herrumbre se le presentó adentro ‘e la misma pieza donde el viejo dormía.

¡Casi se muere el pobre viejo!

No atinaba a hacer nada. Sentándose en una silla ‘e totora que tenía cerca, temblando, lo único que pudo decir fue:

-Diga si es ánima o es cristiano ¿Quién es usté?

Entonces la aparición, con una voz gruesa y potente le contestó:

-Mejor preguntame quien fui- Y mirándolo con mucha tristeza, la figura agregó:

-¿No me reconocés Felipe? soy Juan Santiago, tu antiguo socio.

¡Era el mismísimo don Juan Santiago Ramírez! muerto hacía una punta de años, y enterrao, como dije, en el cementerio ‘e Costa de Araujo. Se le había presentao esa nochebuena en la casa a don Felipe, y le hablaba. El pobre viejo casi se desvaneció al escucharlo, pero el ánima lo tranquilizó.

-Sí, soy yo, he venido a alvertirte, pa’ que no cometás los errores que yo cometí.-

-Pero… ¿y esas cadenas? ¿Por qué arrastrás cadenas Juan Santiago?

-¿Esas cadenas? Son las que yo mismo me  forjé, en vida, en toda una vida de egoísmo y ambición; y ahora me toca llevarlas por toda la eternidá. Te aseguro que  yo mientras me las hacía no me daba cuenta, y cuando lo alvertí ya fue tarde. ¡Es muy triste vivir encadenao Felipe!…- El ánima quedó pensando un momento y luego lo miró fijo y volvió a hablarle en un tono muy severo:

– Te voy a dejar un mensaje, oíme bien: -Te van a visitar tres ánimas, atendélas, escuchálas, son las ánimas de las navidades ¡Justo a vos que no creés en eso! Bueno, será de Dios que así tiene que ser-. Y suavizando un poco el tono, agregó mirándolo casi con ternura, si es que un fantasma fierazo pudiera tener algo de ternura -Atendélas, escuchálas viejo amigo…

Fue lo último que oyó el viejo de boca de Juan Santiago antes que la aparición se volara en medio de un humo blanco que no tenía olor a nada.

Y allí quedó el pobre viejo, sentao en la silla, más muerto que vivo, sin saber qué hacer ni qué pensar. Pa’ colmo e’ males, la casa se había quedao sin luz, y tuvo que prender una vela pa’ alumbrarse.

Esa noche, Felipe Moyano, solo y su alma en la casa vieja ‘e la finca de Ramírez y Moyano no sabía qué hacer, tiritaba como pollo en un alambre. Solo atinó a santiguarse, y a repetir tres veces la vieja fórmula que le enseñara su madre cuando chico:

“Cruz vence y cruz vencerá

quien murió en ella me librará…”

Y después,  muerto de miedo, empezó a rezar un padre nuestro. ¡Tan luego él! ¡Que nunca había creído en nada! Casi ni se acordaba ‘e la oración, pero dicen que si alguien la necesita mucho, y no la recuerda, Dios mismo es como si se la dijera al oído, sale sola…

En eso estaba, cuando de golpe, levantó la vista y una mujer con vestido blanco, que no era ni linda ni fiera lo miraba fijo a los ojos.

Si no se murió esa noche don Felipe, le aseguro que no se muere más. Dicen que no hay duro que no se ablande, y  yo creo que es cierto, que hasta los más soberbios, asustaos, son como conejos. El viejo se incorporó y sin saber qué hacer se quedó parao, mudo.

La mujer solamente le dijo:

-Soy el ánima de las navidades que pasaron, vení conmigo- y lo agarró de la mano.

De ahí en más el viejo anduvo como en una nube, y luego de unos momentos, sin saber cómo ni cuándo se encontró en una calle que tenía unos hermosos carolinos a las orillas, parecía que era otoño y muchos niños de guardapolvo blanco caminaban por esa calle.

La mujer permanecía parada al lao del viejo. Y don Felipe, empezó a reconocer el lugar.

¡Estaba en la Colonia Bombal, donde pasó su niñez!

Sintió que se le ablandaba el corazón, y unas ganas muy, muy fuertes de ponerse a llorar, como quien siente tristeza y alegría a la misma vez.

¿Alguna vez ha sentido ganas de llorar por lo que fue y nunca más volvió a ser? Bueno pues, eso le pasaba al viejo. Y de golpe, un niño, montando un petiso alazán pasó al trotecito a su lao ¡Sí! ¡Era el Jesucito Sánchez!

-¡Ese es el Jesucito, mi amigo!- Le dijo a la mujer que lo miraba muy seria.

-¡Eh Jesucito! ¿Cómo te va?

El niño pasó a su lao como si no lo viera.

-No puede verte Felipe- Le dijo la mujer.

-¡No! ¿Cómo no va a poder verme? ¡Si íbamos juntos a pescar ranas a la laguna que está al final de la calle! ¡El Jesucito! El padre de él tenía una chacra de tomates…

No puede verte Felipe, te he traído para que veas lo que pasó hace mucho, para que te veas a vos mismo hace mucho…mucho tiempo.

El viejo quedó con la cara larga, y si lo hubieran visto de cerca habrían notao que miraba la calle y los carolinos, y le temblaba el labio un poquito.

De pronto sin saber de qué manera había llegao hasta allí, don Felipe y la mujer estaban en una pieza grande, donde había un niño rezando arrodillao frente a un Cristo que estaba en una cruz en la paré, y una muchachita al lao del niño. Los dos estaban de espaldas, el niño se dio vuelta y tenía lágrimas en los ojos.

-¿Hoy no viene tampoco el papá a buscarme?

-No, hoy tampoco, le dijo la muchachita que era un poco mayor, ya sabés que anda muy ocupado con la cosecha. Vas a tener que quedarte esta vez también- La niña se acercó y abrazó al niño y los dos se pusieron a llorar.

-¡Esto es de cuando se había muerto mamá y estuve pupilo en los curas! Y la Sarita ¡mi hermanita querida! ¡Cómo quisiera verla de nuevo!

-No se puede Felipe, todo esto ya pasó, Sarita está muerta y no podés volver el tiempo atrás.- Le respondió la mujer, mientras lo tomaba de la mano y se lo llevaba del lugar.

Luego de eso, la mujer y Felipe empezaron un viaje y no se veía nada, era todo como una niebla, y de a poco el viejo empezó a escuchar algo que le resultaba familiar, algo que había escuchao hacía mucho. La voz de Ignacio Corsini entonaba la ranchera “Las Margaritas”, y él comenzó a sentir ese olor tan lejano, a yerba, a galletita, a harina y a maíz, y vio desde  arriba un caserón de ladrillo rojo que decía “Almacén  de Ramos Generales “El Hogar” de Enrique Salvarredi”. De pronto, estaba adentro, y dos jovencitos charlaban, mientras que de fondo se oía música que provenía de un disco de pasta.

-Che Felipe, metele con esas bolsas que apenas terminemos empezamos a regar el patio y barrer el galpón pa’l baile de esta noche. Don Enrique nos ha prometido que va a haber empanadas y humitas, y un costillar a las brasas.

-No hay caso, ese viejo sí que sabe festejar la navidá y el cumpleaños de la señora- Un Felipe Moyano muchachón, de boina negra, alpargatas bigotudas y bombacha belicha apilaba bolsas de harina para hacer lugar en una cuadra llena de mercaderías.

-¡El Ramón, ése es el Ramón Vergara, que trabajaba conmigo, y ese es el almacén del viejo Salvarredi en las Tres Porteñas![2]– Con entusiasmo, el viejo le quería explicar a la mujer qué y quienes eran esas personas. Ella lo miró sin expresión y no le contestó nada.

Cuentan que don Enrique Salvarredi era un vasco bajito, retacón y colorao que siempre andaba riéndose, y justo pa’ los veinticuatro le cumplía años la señora. Tenía el vasco tres hijas. Las dos mayores, la Helenita y la Piedá; y una más chiquita que le decían la Paquita. Allá en sus años de mozo el viejo Felipe había sido empleao dependiente en el almacén de don Enrique, y andaba de picos pardos con la Helenita, linda muchacha que lo quería bien. Tenía como compañero ‘e trabajo al Ramón, que andando el tiempo terminó bien casao con la Piedá.

Como le contaba, don Enrique no mezquinaba nada pa’ los veinticuatro. Mandaba despejar la cuadra donde guardaba la mercadería, venían algunos guitarreros, otro con un acordión, se comía, y después de las doce se bailaba. Y el mismo dueño ‘e casa era el primero en invitar a su señora a bailar y en alegrar la reunión. ¡Se divertían hasta tarde con ‘el baile ‘el pavo! Y la escoba iba y venía de mano en mano.

Si alguna vez el viejo Felipe conoció lo que es festejar una nochebuena como se debe,  fue en el Almacén de Ramos Generales “El Hogar”, propiedá de don Enrique Salvarredi, en el pueblo ‘e las Tres Porteñas.

Felipe escuchaba “El viejito ‘el acordión” una Polca que habían puesto en una vitrola y llevaba el compás con las palmas de la mano. Se dio vuelta, y sonriendo (tenía una linda sonrisa aunque le parezca mentira) le dijo a la mujer vestida de blanco:

-¡Dejame quedarme a mirar un rato más! ¡Como nos divertíamos, qué bueno era don Salvarredi!

-No Felipe, debemos irnos porque quiero que veas otra cosa.

Y dicho y hecho.

Apareció una nube blanca y todo se fue diluyendo.

Entonces de nuevo viajaron la mujer y el viejo en el medio de una niebla y de pronto aparecieron en una plaza donde estaban sentaos Felipe, joven, y la Helenita.

-Dale, casémonos Felipe, mi papá te quiere y seguro que nos va a ayudar.- Le decía ella sentada en un banco, esa tarde ‘e primavera.

-No Helena, no puedo, me he propuesto forjarme un porvenir, están dando buenos créditos y me voy a comprar una finca en la Colonia Francesa, y no puedo distraerme con una mujer, y mucho menos si vienen niños detrás.

-Pero Felipe ¿no sería lindo?

-No, estoy decidido, no…

Entonces ahí la mujer de blanco lo miró muy seria a los ojos al viejo y le dijo solamente:

-Esa mujer te amó.

El viejo miró lejos, más lejos que el horizonte; la miró a la mujer, se miró a sí mismo con mucha tristeza, con una tristeza tan, pero tan honda y antigua como el cielo de las noches oscuras, y bajó los ojos…

Felipe Moyano por un momento se olvidó del mundo que lo rodeaba, se sintió viejo, se sintió inútil, se sintió…¿cómo decirle?

Se sintió el hombre más pobre del mundo.

Cuando volvió a la realidad y vio a su alrededor estaba nuevamente en la casa ‘e la finca, en su cuarto, al lao ‘e la cama, sentao en la silla ‘e totora roja y la mujer había desaparecido dejándolo solo de nuevo…

Y allí quedó el viejo, pensativo, triste, y también con un poco ‘e temor, pa’ qué nos vamos a engañar. Que a todos nos asusta lo que no conocemos o no entendemos, y a veces también nos entristece comprender algo que siempre lo tuvimos enfrente y nunca lo alvertimos. Allí estaba, como le digo, don Felipe Moyano pensando en su vida, en su hermana muerta, en el mundo; y enojao un poco con él mismo. Sí, lo que oye, enojao con él mismo. Querría cambiar un poco las cosas, pero ¡qué difícil es ser otra persona, cuando se ha sido de una sola forma toda la vida!

¡Qué difícil es cambiar una costumbre!

El viejo pensó también un poco en que él llevaba, sin darse cuenta, algo pesao, parecido a las cadenas de Juan Santiago.

 

-¡Buenas noches viejo cascarrabias!

Felipe levantó la vista y había un hombre grandote, de barba medio canosa y sombrero ‘e paño que lo miraba, y se le adivinaba una espresión burlona en la cara.

-Bu…buenas noches señor.-

-Soy el ánima de las navidades actuales.- le dijo riéndose un poquito el hombre, y vos y yo vamos a ir a ver algo. ¿Te gustaría oír a la gente hablando cuando vos no estás presente? Te aseguro que es muy interesante.

-No…no, señor, mejor no.- Temeroso, el viejo se había incorporao de la silla y se había puesto contra la paré.

-¡Es que vas a ir conmigo y lo vas a oír carajo! Dicen que le dijo el ánima, y sin decir nada más lo agarró muy fuerte de la muñeca, y se puso todo muy oscuro de golpe, y entonces el viejo empezó a oír voces. Al principio no las reconoció muy bien. Oyó que una mujer decía:

-Ya tengo carniada y pelada la gallina, es vieja, no es muy grande y no pesa mucho, pero ¡qué se le va a hacer! Sirvámosle a los niños las presas grandes y nosotros quedémonos con el rancho y el cogote, creo que si le echo bastante arroz, papas  y zanahorias la cazuela va a alcanzar bien para todos.

-Mirá vieja ¿sabés qué es lo importante? Que estamos todos juntos a la orilla ‘e la mesa. Es cierto, no hay mucho, pero…estamos.- Ahí el viejo reconoció la voz del Tato, el mensual que tenía en la finca.- ¿Juntaron moras, brevas y peras los niños?

-Sí, fueron y trajeron lo suficiente como pa’ que les haga una torta o unos buñuelos, ya vas a ver lo rico que va a estar el postre. El Tilín se volvió porque se cansaba mucho.

-¡Pobrecito mijo! El dotor me dijo que si no lo hacemos operar del corazón y de la piernita….- Al Tato la voz se le cortaba cuando decía esa frase…

-Mirá viejo, hay que tener fe en Dios ¡pobrecito mijito! ¡Tan chiquito! ¿No hay alguna posibilidá que tu patrón nos ayude?

-No vieja, ya sabés como es don Felipe.

Bastó que lo nombraran pa’ que se hiciera la luz y el viejo vio al Tato con la misma chupalla y los mismos pantalones remendaos con que iba a la finca todos los días;  y a su señora charlando en la puerta de un gallinero viejo. Por detrás pasaba el canal de riego junto a unos cañaverales tupidos que había.

-¡Viejo miserable! Todo lo que tiene no le va a alcanzar pa’ comprarse otra vida, o un poco ‘e cariño-

El Tato entonces con mucha tranquilidá le habló a su señora:

-No vieja, eso no. Debe ser muy triste que nadie te quiera. Mirá, hay que agradecerle a Dios, que por lo menos tengo un trabajo, y esta noche voy a pedir pa’ que Dios lo bendiga a don Felipe. ¿Sabés una cosa Luisa? Me está pareciendo que la gente mala siempre está equivocada…

El viejo Felipe se acordó del Tilín, nunca le había puesto mucha atención. A veces lo había visto caminar con la muletita ‘e palo, pasar por la calle con los hermanos con un brevero pa’ juntar las brevas de las higueras de la orilla ‘e la calle, o esperar a su papá al lao ‘e la tranquera de entrada a la finca. Siempre con la muletita ‘e palo ‘e chañar.

Entonces sintió una pena tan grande, tan honda, una pena que no tenía ningún remedio. El niño se iba a morir. ¡Tan bonito!

Sintió que el ánima lo tomaba del brazo y le decía:

-Volvamos a la finca Felipe, ya oíste lo que tenías que oír.

-¡Esperá!- y aquí el viejo le hizo frente al ánima- ese niñito no tiene que morirse, no se va a morir ¿no? Decime que el niñito no se va a morir.

-Puede que ya sea tarde, si los padres hubieran tenido alguien que los ayudara para operarlo, bueno, después de todo, como vos bien decías…hay mucho niño y viejo inútil caminando por el mundo ¿no?

Resignado y vencido, el hombre se dejó llevar.

Al llegar, y antes de despedirse, el ánima sólo le dijo:

-Si perdés la navidá, no hay esperanzas pa’ vos.

Y desapareció dejándolo solo.

El viejo se adormeció y cuando había pasao un rato lo despertó una mano muy helada que lo zamarreaba de los brazos.

¡Jesús, María y José! ¡Hasta a mí se me eriza el pellejo cuando se lo cuento!

Una figura de negro, con una capucha, estaba parada al lao ‘e la cama donde dormitaba Felipe. Y sin hablar, sin decirle nada, le hizo señas con el dedo pa’ que lo siguiera. Salieron de la pieza, caminaron bajo la galería, atravesaron el patio y empezó a correr un viento helao y la noche se hizo oscura, tan oscura como la boca de un horno apagao; y el viento aporriaba los árboles, y no había estrellas ni luna ni nada. El viejo desconoció el camino, y la figura lo guiaba sin hablarle. Le aseguro que Felipe Moyano ya ni sabía por qué seguía al fantasma. Lo único que comprendía era que el ánima de las navidades futuras, algo le iba a mostrar.

El patrón, el dueño ‘e la finca “Ramírez-Moyano” tenía una mezcla de miedo y curiosidá, pero sentía que lo empujaba una fuerza superior a él, que tenía que ver lo que iba a ver, y sospechaba  también que era feo, muy feo lo que iba a presenciar…

De pronto se halló parao frente al cementerio ‘e Costa de Araujo, habían abierto el candao y corrido las cadenas que guardan la entrada, el viejo portón de rejas se encontraba abierto de par en par, como invitándolo pa’ que pasara. El viento se hacía más fuerte y frío.

Entraron y caminaron por entre los senderos, y llegaron hasta el final, había una tumba con una cruz de piedra. El viejo se acercó y al no ver lo que decía encendió un fosforo, y entonces leyó con claridá:

“FELIPE MOYANO Q.E.P.D.”

-¡No!- Fue lo único que atinó a decir el pobre. Estaba mirando su propia tumba.

Entonces esa figura que daba terror le señaló con un dedo flaco y largo que mirara en una tumba que tenía una cruz blanca, de madera, muy humilde. Era la tumba de un angelito.

El viejo se acercó y leyó alumbrao con una lucesita que salía del dedo del ánima:

“AGUSTÍN DOMINGUEZ Q.E.P.D.”

“¡TILÍN! TUS PADRES Y HERMANOS QUE TE AMAN”

El viejo cayó de rodillas en la tierra, vencido, derrotao. Y lloraba, lloraba como un niño, a los gritos, sollozaba como el niño que todo hombre lleva dentro, y que él, a fuerza de ser malo y miserable, había perdido hacía tiempo. Lloraba Felipe Moyano las lágrimas de una vida ‘e mezquindá. Lloraba sin esperanza, por una vida malgastada, perdida, por la felicidá derrochada.

Lloraba el pobre viejo porque, en fin… se daba cuenta que se había acostumbrao a ser malo.

-¡NO! ¡Ese niñito no, llevame, matame si querés, pero ese niñito no! ¡Por favor! ¡Concedeme esa gracia aunque sea! ¡Ese niño tiene que vivir, tiene que jugar, aprender a leer, tomar muchas tazas de yerbiao con sus padres a la mañana, tiene que andar con una honda por los potreros, jugar a las bolitas, comer granadas a la siesta! Por caridá te lo pido, no lo dejés morir. ¿Pa’ qué me has hecho venir? Más de una vez, te lo juro por lo más sagrao, lo hubiera querido abrazar al verlo pasar, pero te juro que no podía, era como si estuviera maniao, atao con cadenas, algo me lo impedía.-

Y justo en ese momento el viejo recordó las cadenas de Juan Santiago.

Entonces se tiró a llorar en la tierra negra y triste del cementerio…

Soñó y lloró y durmió; todo a la vez don Felipe Moyano.

Y cuando despertó ya era la mañana, y se veía la luz del sol por la tela mosquitera de la ventana, y la galería, y el sauce y el ocalisto y el pimiento viejo que había en el patio, y se escuchaba el canto de los pajaritos.

El viejo se incorporó y se dio cuenta que no estaba muerto.

Así como tan muerto estaba don Juan Santiago, así de vivo estaba el viejo Felipe.

Todo se hallaba  en su lugar. La escopeta de dos caños colgada del clavo ‘e la paré, el cuadro ovalao de él mismo de cuando había hecho el servicio militar. El almanaque del almacén de don Manuel Calderón, la repisa con el paquete ‘e tabaco y el librito ‘e papel, la palangana y la jarra ‘e porcelana encima ‘e la cómoda, el ropero con la valija atada con cinturones arriba; todo, todo estaba en su lugar.

“¡No estoy muerto!” pensó con alegría don Felipe Moyano, patrón y dueño ‘e la finca.

“¡No estoy muerto!” se dijo una y otra vez con alegría y a los gritos. Y cuentan que el viejo pegaba unos saltos como si quisiera llegar al cielo, y contento, comenzó a silbar “El Rancho ‘e la Cambicha”.

Ahora don Felipe, tenía toda la vida por delante pa’ cambiar, pa’ ser como debería haber sido siempre.

Pa’ empezar a agarrar la costumbre de ser bueno y feliz.

Salió a la calle y vió a un niño que pasaba en bicicleta.

-¡Eh, che… niño! ¿Cómo te va?

El niño, sin saber que decir, y estrañao que tan luego el viejo Moyano le hablara y le saludara, le contestó deteniéndose:

-Buen día don Felipe, feliz navidá.

-¿Cómo dijiste?

-Le dije “Feliz navidá” señor.

-¿Así es que hoy es veinticinco?- Todavía estoy a tiempo pa’ algunas cosas- pensó el viejo pa’ sus adentros.

-Mirá, andate hasta lo de Federico Vera, y decile que traiga ese lechón que tiene pa’ la venta, el que ya está asao y adobao, ese que le han puesto una manzana en la trompa, y lo han adornao con hojas de lechuga; decile que lo mande pa’ acá que yo se lo voy a comprar. Si vas rápido te regalo cincuenta pesos.- Y le dijo eso mientras le acariciaba la cabeza.

El niño, sin entender nada salió en la bicicleta pa’ la esquina a todo lo que dá.

El viejo se bañó, se afeitó, se cambió, hasta se perfumó esa mañana bonita y joven de aquel lejano día de  Navidá; y se dispuso a sacar la camioneta. Cuando volvió el niño con otro hombre que venía en un rastrojero, traían el lechón en una fuente grandota.

-Agarren ese lechón- les dijo el viejo mientras les pagaba- y llévenselo a la casa del Tato Domínguez, mi mensual, pero ¡ojito con decirle que soy yo quien se lo manda!

El viejo estaba loco e’ contento.

Había nacido ‘e nuevo.

Se subió a la camioneta y se fue pa’ la casa ‘el Miguel, el sobrino, el que, según le conté, tenía la finca pa’l lao de arriba, allá cerca del río.

El Miguel estaba prendiendo el fuego pa’ hacer un asao y mientras tanto le pegaba algunos sorbitos a una cerveza helada que tenía sobre una mesita abajo de unos tilos perfumados, frondosos y fresquitos que había en el patio. Sintió que golpiaban las manos y cuando se asomó no entendió nada. Era su tío Felipe que estaba parao al lao ‘el puente esperando que salieran a atenderlo.

Una sonrisa de alegría se le dibujó al Miguel en la cara y presuroso fue a saludar a su tío que por primera vez lo visitaba en su casa.

-¡Eh tío! ¿Qué se cuenta? ¡Feliz navidad! No me diga que viene a almorzar con nosotros ¡Que alegría!

-Sí sobrino, ¡Feliz navidá! – El viejo descubrió que le costaba un poco decir lo que iba a decir, pero tragando duro y mirando con mucho cariño los ojos de su hermana muerta en los de su sobrino, le habló:

– Vengo a compartir la mesa con ustedes, si es que soy bienvenido.  Vengo a tratar de disculparme por todo, todo lo mal que te he tratao estos años, y vengo a mirarte a la cara, porque cada vez que te veo, veo en vos un poco a la Sarita, mi querida hermana. Espero verte más seguido por mi casa, y llevá a los niños, que son un poco mis nietos. Perdoname por todo Miguel.

Y cuentan que ese día de navidá, todos, en familia pasaron la tarde; y los hombres hicieron un sesto al truco y las mujeres cebaron mate y platicaron de las cosas que hablan las mujeres, y comieron pan dulce; y el viejo Felipe se divirtió mucho, como no lo hacía desde los tiempos en que trabajaba en el almacén del vasco Salvarredi. Tanto conversó y  tan amena pasó la tarde, que cuando se escondió el sol, bajaron unas cuelgas de chorizo y siguieron conversando y comiendo hasta tarde ‘e la noche. Cuando tuvo que retirarse, don Felipe volvió a su casa sintiéndose muy joven, tan joven como cuando noviaba con la Helenita.

¡Helenita! Había sido un tonto, era un tajo que dolía y que él mismo se lo había hecho, pero no todo estaba perdido.

En cuanto al Tato, el viejo le hizo arreglar la casita, le mejoró el sueldo, lo benefició en todo lo que pudo, y un poco más también; se convirtió en un abuelo para el Tilín, que no se murió y lo operaron, y hoy en día es un hombre hecho y derecho que  trabaja en la ciudad de Mendoza, porque el viejo lo ayudó pa’ que estudiara.

¿Sabe una cosa?

Todavía vive el viejo Felipe en la Colonia Francesa, ya anda pisando los noventa y pico, y nadie, pero nadie como él sabe festejar la navidá en la vieja finca de Ramírez-Moyano, que desde aquel día es conocida por todos como “Finca la Navidá”, que es lo que dice el cartel de tronco que  hizo poner el viejo en la tranquera.

Si es gustoso Martin, ahora que se acerca el veinticuatro, lo vamos a visitar juntos al viejo un día; si le pregunta sobre esta historia que le he narrao, seguro le va a decir que todo fue sólo un sueño que tuvo, pero yo sé que no fue así.

Yo sé que no fue así.

 

FIN.

22.12.13

 

 

[1] Pueblo de Nueva California en el Departamento de San Martín

[2] Pueblo de Tres Porteñas en el Departamento de San Martín

 


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