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El diario del Oasis Norte de Mendoza

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19 de abril de 2021

Historias de la Colonia Francesa: La cosecha del Chano

  •   Por Juan Martin
           

“…Si por algo hay que recordar aquella

velada memorable, es por el extraño

crepúsculo que la precedió…”

K. CHESTERTON(“El hombre que fue jueves”)

 

Avanzaba marzo y las mañanas ya eran algo frescas, tal vez demasiado ese año. Entre las hileras del parral se olía a mosto y hojarasca. La tierra del callejón, con algunos ribetes blancos de salitre, lucía dos hondas cicatrices con forma de dibujo de ruedas de camión. El “De Soto” murmuraba su ronca voz mientras se dirigía hacia el lugar donde lucía la “bandera”, la última hilera del día anterior.

Era la cosecha de 1967.

Los hombres, las mujeres, y los niños, medio dormidos aún, se encolumnaban detrás del camión rojo. Hablaban entre murmullos, como respetando la hora del día joven, y caminaban con sus cabezas gachas; todavía no se distinguía el sol, pero la mañana clareaba. El transporte avanzaba por el callejón a paso de hombre llevando en su interior al conductor, al fichero y el recorredor, y sobre la cabina, en la plataforma de madera vieja, una horquilla con pequeñas bolitas de acero en las puntas de sus dientes, saltaba con el traqueteo del pesado vehículo. Por debajo de la carpa que cubría la carrocería asomaban puntas de totoras.

Al llegar, Jorge Páez y Luis Cádiz, dos obreros de confianza de la finca, voluntariosamente subieron a la carrocería y bajaron el “banco” para colocarlo en posición. Entonces los hombres aseguraron alrededor de sus pechos sus “gancheras” de arpillera cocida. Algunos palparon pequeñas bolsitas que colgaban de sus cinturones, donde recolectarían las fichas del día, se colocaron sus “chupallas” o gorras, colgaron los tachos de las “gancheras”; y tomaron las tijeras.

Y siendo así las cosas, comenzó el último día de cosecha en la finca “La Balbina”.

Era la hora de los mosquitos, la más molesta del día. Por alguna razón en ese momento, y al anochecer, nubes de mosquitos aparecían y atacaban ferozmente a la gente. Pero a los cosechadores eso no los intimidaba, año a año lo soportaban. Luego saldría el sol, y como por arte de magia, los desagradables visitantes se esfumarían.

La jornada sería larga, cuando llenaran el De Soto de “el alemán”, como llamaban a Enrique Merinche llegaría el “Guerrero” de Omar Villegas; y entonces recién allí, al marcharse este último, repleto de racimos de cereza y moscatel al mediodía, concluirían finalmente las labores de ese año; y comenzaría lo mejor de lo mejor: el asado de fin de cosecha.

Rápidamente se formó una columna de hombres y mujeres frente al banco. A su turno, subían al mismo y vaciaban el contenido de sus tachos sobre la carpa que cubría la carrocería del camión, luego ponían el tacho vacío frente al fichero, el cual depositaba en el mismo una ficha de aluminio, similar a una moneda, entonces corrían hacia la hilera donde cosechaban.

La mayoría de los “tacheros” eran mujeres que iban y venían por los “camellones”. Al llegar al lugar donde cosechaba su compañero, éste las esperaba con un tacho lleno, y lo colocaba sobre los hombros de ella. Las mujeres transportaban, porque para cosechar era conveniente colocarse la “ganchera”, especie de arnés que colgaba del pecho del cosechador, y que permitía al mismo llevar colgado el tacho mientras lo llenaba de uva. A ellas, por razones obvias, les resultaba imposible el uso de dicho objeto. Algunas, las más jóvenes usaban pequeñas almohadillas sobre los hombros para atenuar el dolor que luego sentirían por la noche.

Don Enrique, el camionero, charlaba con el fichero.

Enfrente de ambos, y por debajo del camión, a la sombra, dos regaderas de hojalata guardaban la preciosa agua fresca, a disposición del que gustara servirse. Pues luego, cuando el sol cayera de plomo sobre las cabezas transpiradas y pegajosas de dulce jugo de uva, el bochorno tornaría en apetitoso y deseable el líquido guardado en aquellas.

Hacía más de una hora que trabajaban, cuando el camionero se calzó unas botas de goma que guardaba en la cabina, y subió arriba, a la carrocería y tomando la horquilla comenzó a distribuir el fruto de las cepas, arrojando fuera hojas verdes y pisando un poco los racimos cuyos granos reventaban bajo sus suelas. El fichero, al ver la cantidad de hojas que éste arrojaba al callejón, dijo gritando para que todos lo oyeran:

-¡A ver muchachos si echamos menos hojitas a los tachos!
Nadie contestó, pero todos comprendieron.

Una pequeña, hija de una pareja de bolivianos que estaba acostada sobre unas mantas en la punta de una hilera, comenzó a llorar. Enseguida apareció su madre, y mientras hablaba y la consolaba, sacando su seno cobrizo, sentada en la tierra, amamantó a la niña. Las personas iban y venían frente a la mujer y su hija sin prestarle atención.

Feliciano Lucero, el “Chano” Lucero, tal como le llamaban todos en la Colonia Francesa, palpó la bolsita que colgaba de su cinturón y pensó que ya llevaría dieciocho o veinte fichas en lo que iba de la mañana. Sintió el mozo que debía apurarse para llegar las cincuenta que se había propuesto como meta ese último medio día. Cosechaba solo, así es que cuando concluyó la cepa, antes de pasar a la próxima se agachó y rápidamente, arañando la tierra cogió los granos que habían caído, y echándolos dentro del tacho, caminó los dos pasos que lo separaban de una hermosa parra preñada de ostentosos y enormes racimos de “balancín”.

La uva del cosechador. La mejor, la más rendidora, bastaban unos pocos racimos de su azabache lustroso para llenar un tacho. Dura y resistente como los muslos de una jovencita. ¡Ojala toda la finca tuviera solo cepas de esta variedad!

Su tijera era el pico duro de un ave amaestrada que dirigida hábilmente por su dueño penetraba entre los cargadores y cortaba con pericia. Rápidamente, los racimos caían dentro del tacho, y en muy pocos momentos este estuvo lleno. Feliciano sacó unas hojas de parra que habían quedado dentro y las arrojó a la tierra, se cargó su tacho al hombro y caminó por el camellón. Caminaba a largas zancadas, pero no trotaba ni corría, solo los incautos lo hacían; pues al correr la carga se aplastaba, y el fichero entonces reclamaría que el tacho estaba medio vacío.
Feliciano cosechaba y pensaba en lo que haría esa noche.

Era sábado, y luego de cobrar las fichas, y comer el asado en el galpón de la finca, iría a su casa, calentaría agua, llenaría el fuentón y se daría un baño. Luego se afeitaría cuidadosamente, sin apuro, se pondría ropa limpia y alpargatas nuevas y al atardecer, caminaría por la calle de “Las Cortaderas” hacia “la esquina”. Al llegar, se dirigiría al bar de Federico Vera. Se sentaría solo en una mesa y pediría que Doña Porota, esposa de Federico le preparase un pollo con mayonesa y papas fritas. La mujer tenía fama de excelente cocinera. Seguramente el banquete que pensaba darse sería una exquisitez. Se imaginaba la pechuga del animal, con la piel dorada, como de oro viejo, y la carne blanca, blanca, rodeada de exquisitas papas. Ordenaría además una botella de vino, y una “Crush” de naranja. Le gustaba mezclarlos, el brebaje resultante era excelente, fresco y agridulce.

Mientras el mosto se le adhería al pecho de su camisa, y pequeñísimos fragmentos de hojas secas se le pegaban al cuello, el Chano Lucero estaba en otro mundo. No le molestaban ni el calor ni la sequedad de la tierra, ni el cansancio de la labor agotadora.

Se jactaba Feliciano de ser capaz de sacar hasta cien fichas diarias en un parral de cereza. Y el muchacho no mentía. Era un auténtico cosechador, diestro en el manejo de la tijera, prolijo, limpio para trabajar, no dejaba granos ni pequeños racimos aparecían olvidados en sus cepas. El recorredor eludía sus hileras, ¡Ni hacía falta recorrerlas!, y al final de la jornada, lavaba con agua su tacho, dejándolo en perfectas condiciones para el otro día.

Por eso en las fincas de las calles Moyano y Piovera siempre tenía tacho. Y no era de esos especuladores que aparecen luego de que se han terminado las viñas bajas de tinta.

No.

El Chano Lucero comenzaba una cosecha desde el primer día y su labor culminaba con el último tacho, el último día.

No podía apartar de su mente el pollo asado con papas fritas. Sólo se había detenido para descansar un rato en la mañana cuando se llenó el camión del “alemán”. Luego al aparecer el “Guerrero”, meciéndose pesadamente por la calle polvorienta, la faena había continuado.

Pero además de la comida, otras ilusiones tenía Feliciano.

Había visto en la Tienda de José Zamia una motocicleta, una hermosa “DKW”, de color amarillo, reluciente, con caños cromados y gomas negras, con olor a nuevo, que él compraría ese año. Si bien no sabría manejarla, daba por descontado que aprendería fácilmente, y muy pronto podría asistir a ver los partidos del club “El Centro” cuando jugara en Costa de Araujo o Nueva California en su flamante motocicleta. Seguramente todos lo admirarían. También compraría unos anteojos para sol, de esos espejados que había visto en algunas revistas.

¡Para ello había cosechado duramente esa temporada!

Ficha sobre ficha había acumulado su riqueza el Chano ese año. Cierto es que le gustaba tomar un poco, y también de vez en cuando jugarse unos pases al “Cacho”, incluso debía reconocer que nunca había tenido ni el hábito ni la virtud del ahorro. Pero esta vez… La moto estaba realmente hermosa, y el dinero trabajosamente ganado y acumulado le permitiría comprarla.

La cosecha de este año sí serviría para algo.

Ya faltaba poco para concluir ¡por fin! la jornada.

En uno de sus viajes, al bajar del banco, vio al hombre viejo gordo y rubio que caminaba despacio por el callejón. Era Manuel Orce, el patrón, el dueño de “La Balbina”. Feliciano reconoció el acento porteño del anciano al llegar y saludar.

Era sabido que el patrón tenía por costumbre entregar personalmente la última ficha de la cosecha, y ésta era doble para el afortunado que llegara al final.

Evidentemente faltaba muy poco.

Finalmente, los cosechadores, exhaustos, oyeron con alegría la frase tan esperada:
-¡Muchachos terminen sus hileras, y vamos para el galpón que el asado nos espera!- gritó el patrón.

Exclamaciones de alegría se escucharon desde dentro del parral. La gente, de a poco, caminó por el callejón de vuelta.

Y así concluyó por ese año de 1.967 la cosecha de uvas en la finca “La Balbina”, propiedad de Manuel Orce en la Colonia Francesa.

De a poco llegaban los cosechadores al galpón de la finca. Sacudiéndose el polvo de los pantalones unos, sacándose sus “chupallas” y alisándose el pelo transpirado otros. Por aquí una mujer lavaba su tacho frente a la pileta de los caballos; más allá unos niños correteaban por el amplio patio de tierra, y se detenían para mirar con curiosidad la casa del patrón, de ladrillos y tejas rojas, bajo la sombra de dos aguaribays gigantescos.

Dorados costillares, sabrosos chinchulines, apetitosas morcillas, chorizos de cerdo que chorreaban grasa, todo ello sobre una gigantesca parrilla circular fabricada con el “esqueleto” de una rueda de segadora de pasto. ¡Todo el mundo era feliz ese día!

Al Chano Lucero la vida le sonreía. El lunes por la mañana iría, sin falta, a la tienda y le diría a Don Zamia: “vengo a comprarle la moto amarilla”. Y se la llevaría a su casa, y ese mismo día a la siesta, iría a la bicicletería de el “Chicho” Banderas, y le pediría a éste que le enseñara a conducirla. Pero ahora había que comer el asado.

¡Y esa noche el pollo con papas fritas!

A mitad de la tarde, ahíto de carne, y medio embotado por la bebida ingerida, salió de la finca y caminó hacia su casa.

Se sentía cansado, y una suave modorra se iba apoderando de su cuerpo. Allá en el galpón, habían quedado varios jugando a la taba, y Don Manuel, condescendiente, había pedido que tocaran algo con la guitarra. Nunca faltaba quien la pulsara. Pero Feliciano luego de comer y tomar varios tragos de vino había decidido retirarse a casa para refrescarse.

Al llegar, respetuosamente saludó a su madre que preparaba un amasijo.
-¿Va a salir m’ijo?
-Si mamá, mas tardecito voy a ir un rato a la esquina.

Luego de bañarse, la viejecita le había entregado una camisa algo gastada en los puños, pero perfectamente limpia y planchada. La plancha de carbón todavía guardaba ascuas sacadas del horno de barro recién caldeado.

Luego el muchacho tomó todo su dinero, y caminó por la calle arenosa hacia la esquina, cuando los grillos comenzaban su canto, y nacía la noche sobre la Colonia Francesa ese sábado de fines del verano de 1.967.

Al llegar al bar saludó y se encaminó hacia el mostrador. El dueño, Federico Vera, lo saludó con una sonrisa irónica.
-¿Cómo anda Chanito?
-Bien- Y como obedeciendo a un instinto preguntó.
-¿Hay partida en la piecita de atrás?

Federico lo miró por un momento, y estudiándolo le contestó:
-Hay un entrevero bravo esta noche, han venido de La Costa y algunos gringos de California, si usted Chanito quiere entreverarse…pero esta noche no es pa’ cagones, van a trotar fuerte los overos.
-Y bueh… por probar nadie se empacha- Contestó el “Chano” con la suficiencia que le daban los billetes que guardaba. Después de todo, él era Feliciano Lucero, y no era como esos gringos amarretes que tenían fincas a fuerza de trabajar y guardar plata.
Obedeciendo a su destino, caminó por un pasillo, se arrimó a unos hombres que rodeaban un billar cubierto con una frazada, y sintiendo una súbita excitación que lo envolvía exclamó:
-¡Hay cincuenta al siete!
-¡Pago!- Le contestó alguien.

EPÍLOGO

Sentía que algo le molestaba, pero no tomaba conciencia de qué es lo que era. La cabeza de dolía y le daba vueltas, recordaba haber vomitado en algún momento, y todavía conservaba el olor repugnante en su boca.

Abrió los ojos y lo primero que vio fue un pedazo de cielo azul y las ramas de un arabio. El sol del mediodía de ese domingo le daba de pleno en el rostro.

Recordaba todo como en un torbellino. Los dados rodaban sobre la frazada marrón, los vasos de vino y cerveza; el rostro de Federico diciéndole. “Vaya a su casa Chanito que ya cerramos”, mientras él levantaba la cabeza de la mesa en la cual la tenía apoyada. Recordaba su mano sacando los últimos billetes del bolsillo y doblándolos a lo largo entre sus dedos, mientras hacía su apuesta.

Feliciano, que había dormido en el suelo, a la orilla de la calle, se levantó como pudo, y tambaleante se dirigió a su casa. No sentía culpas, solo pensó que todavía quedaban algunas fincas para cosechar ese año en la Colonia Francesa.

Gustavo André, septiembre de 2.009.


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