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El diario del Oasis Norte de Mendoza

Alegorías

7 de agosto de 2021

¡Así no se mata a un criollo carajo!

  •   Por Juan Martin
           

“Tal vez en el corazón/ le tocó un Santo Bendito/ a un gaucho que pegó el grito/ y dijo “Cruz no consiente/ que se cometa el delito/ de matar así a un valiente”

JOSÉ HERNÁNDEZ (Martín Fierro)

 

Edilón Romero era un gauchazo grandote. Con todas las de la ley.

Alto, fornido, canoso, sesentón, con un par de manazas grandes y generosas como su dueño. Al igual que en todo puntano del campo, se adivinaba en su semblante a los antepasados españoles.
Era propietario, con escritura en regla, de un puesto al que llamaban “Los Reales”.

Allá, a principios de los cuarenta había llegado de San Luis montado en un tordillo “de número”, que en más de una oportunidad le fió un par de pesos en alguna cuadrera; dos vacas y una mulita carguera de tiro. Se había asentado en algún lugar en las soledades del desierto, y había plantado los horcones de algarrobo de la que luego sería su casa.
Sólida, grande, de adobón y gruesos muros, fresca y generosa en verano. El que era recibido en la casa de don Edilón sentía la sensación de estar a salvo de todo.

Las cosas terminan pareciéndose a su dueño.

Con los años, la familia había crecido, y los domingos era el puesto, punto de reunión de hijas e hijos, nueras, yernos y nietos que en amable compañía platicaban hasta “la hora de la oración”.
El hombre, ya abuelo, pero fuerte y vital todavía, era amado y respetado por su familia, y apreciado de todos los que le conocían.

Gozaba el puesto “Los Reales” de cierta peculiaridad que lo hacía especial: Allí se criaban vacas. Si bien, no de las mejores, pero le bastaban al dueño para obtener sus ganancias. La “patrona”, como él llamaba a su esposa, fabricaba queso, y hasta manteca con la leche que proveían las lecheras. Además, y lógicamente, había cabras de cuyos corrales Edilón Romero obtenía convenientes ganancias cuando vendía el guano a los propietarios de fincas en la Colonia Francesa, los cuales lo utilizaban como un inestimable abono para las parras.

Una vez al año, surgía traqueteando por la huella el camión de Omar Villegas, y los hombres horadaban y rasguñaban con palas y picos el suelo de los corrales, desentrañando el maloliente tesoro.
Cuando ello ocurría, a los pocos días aparecía el hombre por la calle de Las Cortaderas con la señora en un sulki a cobrar su dinerito.

Últimamente, y desde que un zaino malacara lo había “voltiao fiero” había dado en andar en sulki, o en mancarrones mansos si andaba solo.
“¡La pucha!, allá en mis años de mozo eso no me hubiera pasao” aseguraba.
Como dije, a veces aparecía por el pueblo a cobrar sus dineros. En esas ocasiones especiales, se empilchaba como corresponde.
Sombrero negro de ancha ala, bombachas, camisa “de plancha”, botas “arrugadas” de cuero negro, rastra, faja y tirador; y una mantita fina que invierno y verano lo acompañaba.

Pero don Edilón se sentía desnudo si no llevaba su puñal cabo de plata cruzado a la cintura.

Ciertamente, verlo a Edilón Romero con sus mejores prendas, cuando se presentaba, descubriéndose, y repitiendo siempre la consabida fórmula: “Edilón Romero pa’ servirlo señor”, por alguna razón, nos recordaba el orgullo de ser argentinos.

Cuando alguien le preguntaba que andaba haciendo contestaba: “Ando campiando una platita, ¡como pa’ fiarme el vicio nomáh!”

Ese era su mundo y allí se sentía a gusto, jamás se había movido más allá de la Colonia Francesa.

En una ocasión había llegado en el sulki con la esposa a cobrar un dinero que le adeudaban por la venta del guano.

Apenas ató el caballo frente al correo, la señora le dijo:
-Viejo, yo voy a tomar unos mates con la comadre Elvira, después me pasás a buscar.

El hombre se había marchado hacia la finca en donde le iban a pagar. Al regreso, luego de cobrar decidió darse una vuelta por el bar de Emilio Fernández, que era el lugar donde acostumbraba a “parar” cuando llegaba a la Colonia Francesa.

Allí pidió lo que siempre pedía: “un trago ‘e caña quemada Carlos Gardel”, estuvo charlando animadamente con Ramón Oviedo, otro paisano “del campo” y vecino de su puesto.

La conversación se prolongaba y la mesita donde ambos platicaban empezó a poblarse de botellas de ginebra y caña.

Las sombras de la noche se adueñaron del pueblito, apareció en el cielo la luna amarilla del campo, y los fantasmas de los arabios, aguaribay y sauces oscurecieron los caminos.

Pero en el pueblo todo era alegría y excitación. Esa noche, en el cine de José Romo la compañía teatral de Oscar Ubriaco Falcón representaría “Hormiga Negra”. La gente, que durante la semana seguía con atención por la radio los capítulos continuados del famoso folletín de Gutierrez, se amontonaba en la entrada del cine para sacar su entrada y poder ver en persona al mismísimo “Hormiga Negra”.

Al salir del bar de Emilio Fernández, y divisar el montón de gente frente al cine, allá fueron los dos amigos, y al ver que todos compraban una entrada y penetraban al lugar; y tal vez por aquello de: “Allá donde fueres haz como vieres”, sin saber lo que hacían estos dos buenos paisanos de nuestro campo, compraron su entrada, ingresaron y se sentaron en primera fila.

Se apagaron las luces, una guitarra escondida comenzó a desgranar un malambo lento, y de algún lugar una voz grave recitó, ante el arrobamiento de los presentes:

“Mi nombre es Guillermo Hoyos
Hormiga Negra me llaman,
vengo de San Nicolás.
Y si alguien quiere ver
si la hormiga es brava y pica…
salgan guapos a peliar,
y veremos quien se achica”.

Edilón Romero dormía el sueño de los justos.

De pronto, un lejano fragor de cuchillos y sables que se cruzaban, y voces agresivas de un entrevero bravo, le hicieron abrir los ojos.

A su lado, Ramón Oviedo era un ángel en los brazos de Morfeo…

Lo que vieron sus ojos le sublevó el corazón.

Hormiga Negra, solo y su alma, hacía frente a la partida y el Comisario.

Toda su idiosincrasia de gaucho argentino se reveló ante tamaña injusticia.

No pudo más y enrollándose su fina manta en la izquierda y sacando “el cabo de plata” con la derecha, aquél hombre sesentón, con una agilidad impensada para su edad, de un solo salto plantó su humanidad en el medio del escenario.

El brazo de Edilón Romero siempre se armaría para auxiliar a un gaucho en apuros.
-¡Ahijuna gran puta, vengan…acollaraos o de a uno, que ahura se las van a ver conmigo!- Y mirando a su compañero en apuros agregó:
-¡No tenga cuidao amigazo, que aquí está Edilón Romero pa’ darle una mano!…
Oscar Ubriaco Falcón no entendió nada cuando vió a ese gaucho canoso, alto y corpulento que dormía en la primera fila, dar un salto y caer en el medio de la escena con un gigantesco facón en la mano, dispuesto a defenderlo.

Los “milicos” de la partida, sin más parlamentos, optaron por hacer mutis por el foro de la forma más apresurada posible.

Era en verdad un cuadro de comedia digno de ser retratado.

Falcón siempre referiría el episodio como una de las anécdotas más pintorescas en su dilatada trayectoria.

Completaba la escena, con un fondo de carcajadas generalizadas, el dueño del cine, el español José Romo, subiendo al escenario y diciéndole, con las mejores maneras al protagonista del incidente:

-¡Vamos don Edilón, que nada es cierto, hombre, que sólo es chanza, que son solo cómicos representando!, ¡baje usted de ahí!, ¡que alguien puede salir lastimao!

EPILOGO

Pasaron los años, y don Edilón vivió y cabalgó hasta avanzada edad en su puesto.
El Señor lo llamó una tardecita de octubre.
Los hombres lo presienten.
Andaba al pasito, en un moro manso que lo acompañaba.
Sobre un médano se apeó, ni siquiera ató el caballo, se sentó en la arena, con la espalda contra un algarrobo frondoso, mirando al poniente; y todavía con las riendas en la mano, le habló al animal.
-Viejo amigo, ha llegao el momento. Voy a preparar las alforjas pa’ este viaje…
Y allí, acariciado por la brisa fresca del desierto, mirando al sol que lo dejaba de a poco, Edilón Romero, al tranco firme y sereno, abandonó este mundo.
Fue un hombre afortunado.

Todavía refieren el incidente en la Colonia Francesa.
Cuentan que cuando alguno se lo recordaba, él contestaba muy serio:
¡Es que así no se mata a un criollo carajo!

FIN

 


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